martes, 1 de noviembre de 2005

Dios, esa idea ambigua *


Acababa de recibir un correo de su amigo Jaime. Le había enviado uno de sus escritos y ahora él le remitía un comentario. Tenía por costumbre ofrecer a sus amigos sus reflexiones, ya fuese como primicia o bien justo al publicarlo. Era un brindis a la amistad, una forma encubierta de agasajo a la comunicación de las almas, casi una liturgia que le hacía sentirse parte de un colectivo humano diverso y, aunque geográficamente distante, cercano en el corazón. A veces recibía una respuesta de cortesía y eso, aun no siendo mucho, ya servía para recordarle que allí había alguien que le consideraba. Pero a veces había más suerte, y lo que le llegaba era un comentario que le hacía ver algo que no se le había ocurrido pudiese inferirse de su escrito, lo cual le llevaba a hacer alguna corrección cuando de primicia se trataba, o a lamentarse cuando ya estaba publicado. Bueno, así es la vida, y «a lo hecho, pecho».

Con Jaime se entendían bien y se apreciaban mucho, aun cuando no siempre estuviesen de acuerdo en sus opiniones. Para bien y para mal, ambos tenían mucho corazón, y eso les unía aun cuando disintiesen, algo que por otra parte ocurría muy raramente. Por eso no le preocupó en términos de amistad que en su comentario su amigo diese muestras de no compartir su punto de vista. Por eso y porque le parecía evidente que una vez más no se había expresado de forma suficientemente clara, algo que se repetía una y otra vez, y con diversos lectores, cuando en sus escritos abordaba algún tema que implicase la religión. ¿Por qué diantre las cosas se le complicaban siempre que Dios andaba de por medio?

Por un instante sintió vivo y certero aquello de «cada pregunta lleva ya la mitad de su respuesta» porque, como a la voz de un conjuro, como si de una evocación mágica se tratara, le vino a la memoria este fragmento del Génesis:

««Conoció el hombre a Eva, su mujer, que concibió y dio a luz a Caín, y dijo: «He adquirido un varón con el favor de Yahvé». Volvió a dar a luz y tuvo a Abel, su hermano. Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó algún tiempo, y Caín hizo a Yahvé una oblación de los frutos del suelo. También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño y de la grasa de los mismos. Yahvé miró propicio a Abel y su oblación, más no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. Yahvé dijo a Caín: «¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar». Caín dijo a su hermano Abel: «Vamos afuera». Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató»».

Suena a advertencia esa narración mítica al comienzo de la Biblia. Una invitación muy seria a pensarnoslo por lo menos dos veces antes de poner a Dios en nuestra propia vida. Y por supuesto antes de ponerlo por delante de nuestro propio hermano. Porque ¿qué Dios era ese que Caín imaginaba, que pensando en él llegó al fratricidio? ¿No sería acaso un Dios primitivo, proveedor de bienes materiales y por tanto generador de envidias, fruto imaginario del propio egoísmo, el que adoraba en su corazón? Con un Dios así, más le hubiese valido ser ateo.

Y no obstante, ese es el Dios bíblico que ha animado una buena parte de la historia, tanto del pueblo judío como del cristianismo, y que sigue vigente en muchos corazones, sobre todo en el de quienes basan su subsistencia o su estatus social en proclamar su creencia. Y esa idea de Dios junto a otras mucho más espirituales que algunos hombres y mujeres se esforzaban en proclamar con su vida más que con sus palabras evidenciaban que la Biblia daba lugar a muchas lecturas y a muy diversas interpretaciones. ¿Por qué, pues, tenía que prevalecer casi siempre la más interesada, la más materialista, la menos espiritual de cuantas eran posibles?

Pero no era tan sólo en el seno del cristianismo que se adoraba a ese Dios de conveniencia. Era evidente que el ser humano en general no había aprendido todavía a beber en las fuentes de la sabiduría y, esclavo de sus miserias, seguía construyendo en su mente ese Dios de destrucción y muerte que en sus diversas versiones religiosas tanto sufrimiento ha causado. No había más que ver la de crímenes que en su nombre se habían cometido a lo largo de la historia, y observar actualmente como personas que se tienen a sí mismas por religiosas arremeten, con una furia digna de ser analizada, contra quienes se atreven a denunciar la injusta situación de privilegio social que esas creencias conceden a quienes las detentan.

Odiar y matar poniendo el nombre de Dios por medio. ¿Será que el ser humano es mayoritariamente incapaz de una reflexión sensata? ¿O será tal vez que consciente de la inherente maldad que conlleva su naturaleza acusa al Creador de haberle «malcreado» invocando su nombre mientras comete sus peores fechorías?

No tenía respuesta para tanto interrogante. A punto estaba de darles la razón a quienes decían que el mundo no lo había creado Dios sino El Maligno. Más lógico era pensar así que empeñarse en meter los dos pies en un zapato y seguir erre que erre con esas teologías que en su intento de explicar lo inexplicable no hacían más que enmarañar la mente al tratar de asociar el Amor, la Justicia, la Bondad con la imagen de ese Dios creador de unos seres humanos tan crueles como en realidad somos. O eso, o entender la creación y el Creador de otro modo mucho menos ingenuo, menos simplista y más acorde con esa realidad dura y evidente que encontramos por doquier. Porque si no, ¿qué queda, entender el mundo y la vida desde el más descarnado materialismo?

Se quedó ahí. El pensamiento se le paró de pronto y sintió como que volvía a la realidad. Se dispuso a servirse otra taza de te antes de abrir el siguiente correo, pero la tetera estaba ya vacía, y eso le indicaba que llevaba mucho rato sumergido en sus cábalas. Pensó que mejor sería dejarlo por el momento y salir a dar un paseo y tomar el aire, aprovechando que era verano y que la población era pequeña y bastante tranquila. La tarde caía ya, y echó calle arriba en busca del sendero que bordea el bosque por encima del pueblo para contemplar desde allí como la Noche extendía su manto para cobijar en él la Luna de su infancia. La Luna, tal vez lo único que no había cambiado a lo largo de su vida, porque incluso el manto mismo cambió, ya que ahora, con tanta luz eléctrica, apenas tenía estrellas.


* * *

Se sentó sobre una piedra a orilla del camino. La noche ya cerrada con la luna creciente en lo alto ofrecía en la tierra un panorama de luces ciudadanas y ruido de motores veloces que llegaban de la carretera que circundaba el pueblo. Era evidente que ahora la gente tenía prisa a todas horas. La gente, pero no las criaturas sencillas que guiadas por su instinto seguían habitando en la naturaleza, como indicaba el canto de un grillo que a poco de estar sentado empezó a acompañarle.

Aquel canto tenaz, melódico contrapunto a aquella improvisada combinación de silencio y ruidos en aquel vasto escenario de oscuridad y luces, consiguió transportarlo mentalmente en el espacio y en el tiempo. Una auténtica sinfonía de grillos y aves nocturnas bajo una negra bóveda estrellada en mitad del silencio en las noches de su infancia en el campo, candiles y carburos dentro de casa, y la Luna fuera. Un salto atrás de más de medio siglo en su recuerdo, que le facilitaba retroceder aun más con la imaginación para aproximarse mentalmente a la Edad Media, aquellos tiempos en que Dios sí contaba en la vida de los pueblos.

No eran tiempos de cambios aquellos del pasado, sino de mantenerlo todo atado y bien atado. Los señores de entonces, como los aposentados bienestantes de hoy día, necesitaban un Dios incuestionable en que fundar su absoluto inmovilismo. Un Dios inamovible como el orden que para beneficio propio quienes temen los cambios quieren mantener a toda costa. Afortunadamente para ellos, los disconformes con el orden actual tienen todavía poca audiencia, pero aun así entre los reaccionarios más batalladores no falta quienes piensan que es mejor no descuidarse y apresurarse a silenciarlos ahora que todavía están a tiempo. Al fin y al cabo, silenciar al disidente es lo que siempre hizo el cristianismo durante tantos siglos de negras noches, por más que en ellas sin duda brillasen intensamente las estrellas.

Las estrellas de noche, y de día las hogueras cuando los caínes de turno sentían que prosperaban demasiado quienes se permitían pensar el mundo y la vida de otro modo que el que ellos marcaban según su conveniencia. Se lo mandaba Dios, decían cínicamente. ¿O tal vez incluso lo creían? De ser así, más les hubiese valido también a aquellos inquisidores ser ateos. Tal vez entonces, sin meter a Dios por medio, hubiesen podido ver en sus torturados el rostro de un hermano, víctima de la maldad de sus perversos corazones.

Aquello fue hace siglos. De acuerdo. Pero, ¿y ahora? ¿Qué aporta ahora al mundo silenciar al disidente? ¿Para qué queremos, en un mundo cambiante por momentos donde la subsistencia depende de la capacidad de imaginar las cosas de otro modo, un Dios inmovilista que nos someta al poder establecido y nos prive de crecer humanamente con Libertad y Discernimiento? ¿Qué sentido tiene actualmente un tribunal de sesudos varones que silencien las voces de quienes piensan de otro modo la religión, la relación humana con el Absoluto? ¿Cómo, quién y cuándo desde la exclusión y el silenciamiento podrá presentar un cristianismo acorde con la vida presente que vehicule una espiritualidad posible para todos los pueblos y gentes del planeta? ¿O es que el Dios de Caín va a seguir vigente por los siglos de los siglos en esta pobre tierra?

Llevaba largo rato allí sentado. El bosque hacía más intensa la humedad de la noche, y empezó a sentir fresco. Se puso en pie. Buscó en su bolsillo la pequeña linterna que acostumbraba a llevar en sus paseos de la tarde, pero no la llevaba. Su ajetreo mental había hecho que la olvidara en casa. Bien, algo alumbraba aún la Luna, y el camino le era conocido, de modo que lentamente, tanteando el terreno para no dar traspiés, empezó a descender por el sendero de retorno hacia el pueblo.

Ya en el suelo asfaltado de las calles todo era luz. Las ventanas de las casa estaban abiertas de par en par recabando el frescor de la noche. Un televisor daba en aquel momento la noticia de una masacre en Oriente Medio. No había duda: el Dios de Caín seguía aún ahí, pertinaz, sembrando discordia entre los hombres.


* * *

Le costó dormirse la noche anterior, pero a pesar de ello se había despertado temprano. Nuevos pensamientos rondaban por su cabeza reclamando ser anotados para no desvanecerse por vete a saber cuanto tiempo hasta que volviesen a aparecer. De modo que después de su breve oración de la mañana, de dar gracias a la Vida por ese nuevo día que le ofrecía y de pedirle fuerzas para aceptar con buen ánimo cuanto quisiese depararle, prendió el ordenador y empezó a prepararse un te mientras el aparato hacía automáticamente el recorrido de su protocolaria puesta en marcha.

Mientras cortaba una rebanada de pan y la untaba, recordaba diversos episodios de su azarosa búsqueda y varias conversaciones sostenidas en torno a la idea de Dios, y cada vez veía más claro que todo confluía en la misma dirección. Sentía viva la necesidad de anotarlo todo más o menos esquemáticamente conforme aparecía en su pensamiento, de modo que se apresuró a dar cuenta de la rebanada y se llevó la taza de te a la mesa escritorio. Se había acostumbrado a reflexionar mientras tecleaba desde que sustituyó la vieja máquina de escribir por su primer ordenador, y con eso del «cortar y pegar» le resultaba fácil anotar los pensamientos tal como le venían a la cabeza y modificar luego lo escrito sin demasiado trabajo.

Lo que ahora rondaba por su mente era el recuerdo de cómo había ido evolucionando su idea de Dios desde que volvió a interesarse por la religión. Estaba muy lejos ya de poder imaginar aquel Dios antropomorfo de su fe infantil del cual partió su personal búsqueda, pero no sabía todavía con qué sustituirlo. Y eso le preocupaba, porque tenía necesidad de encontrar una solución aceptable para el enigma de aquel Ser Supremo que tanto conflicto generaba. Cierto que había vivido muchos años de espaldas a cualquier idea religiosa, pero bien se sabía él los senderos que su alma había recorrido a lo largo de su vida, y cómo desde su condición de docente hacía ya tiempo que veía clara la necesidad de incorporar de forma consciente y crítica la nutrición de la dimensión espiritual de la persona en todo proceso educativo destinado a conseguir seres humanos auténticos y verdaderos, y no tan sólo animales inteligentes. Ahora bien, ¿era necesario meter a Dios de por medio en ese proceso de crecimiento espiritual? Y de ser así, ¿qué Dios tenía cabida en la mente de una persona actual medianamente instruida?

De ahí que su primera preocupación fuese la de como nutrirse a sí mismo, ya que nadie puede dar lo que no tiene. No le preocupaba tanto ese encuentro con Dios, del que se llenan la boca los creyentes, como el encuentro de ese camino de crecimiento humano que a buen seguro debía de haber en el fondo remoto de la tradición religiosa en la que había crecido. Desde que empezó a trabajar en las escuelas de monjas no había parado de plantearse qué podía aceptar honestamente, sin menoscabo de su dignidad ni cargo alguno de conciencia, de toda la parafernalia de ceremoniales y ritos para los que se había comprometido a preparar los cantos de su alumnado. De otro modo, ¿que estaría haciendo? ¿Se estaría traicionando a sí mismo? ¿Estaría engañando miserablemente a las pobres criaturas, predisponiendo sus mentes para ser sometidas mediante creencias que en nada favorecerían su desarrollo humano? Todavía recordaba aquella charla sobre los milagros en la que una participante educada por monjas contó las angustias que padeció de adolescente cuando se creyó embarazada después de haberse besado por primera vez en la boca con un muchacho. «Había sido lujuriosa, y Dios todopoderoso la castigaba con un embarazo. ¿Cómo podría explicarlo a su familia y a las buenas monjitas que tanto la querían?» Fueron largas semanas de sufrimiento hasta que una amiga la convenció de que esos milagros no los hace ya Dios, y que ella también tenía retrasos de vez en cuando.

No, no veía que la idea de Dios que proponía esa doctrina religiosa que seguía predicando el catolicismo oficial sirviese a otro fin que el de la sumisión de las mentes y la inhibición de las conductas humanas, de modo que tenía por fuerza que haber en la esencia del cristianismo otras ideas que alumbrasen un Dios más humano, más acorde con las necesidades y el nivel de pensamiento de los tiempos presentes. ¿Que tal vez no tendrían cabida esas ideas en el seno de ninguna iglesia cristiana actual? Tal vez. De ser así no tendría más remedio que seguir solo su camino. Pero estaba dispuesto a buscar con ahinco una vía de entente que le permitiese compartir su pensamiento religioso y humano con el máxime de gentes de su entorno. De modo que no le importaba entrar en conflicto con quien fuese, convencido como estaba de que los conflictos, debidamente resueltos, unen a las personas mucho más que la ausencia de conflicto, ya que ésta sólo es posible en la soledad.


* * *

Cada vez veía más claro que el núcleo de todos los problemas religiosos era la palabra Dios. Ese vocablo polisémico que tanto servía para un roto como para un descosido era la palabra mágica desencadenante de la cortina de humo que ocultaba todo lo inconfesable que había en el fondo de los conflictos religiosos. ¡Cuanta razón tenían los racionalistas al rechazarla! Después de la mucha iniquidad con que los humanos habíamos cubierto ese vocablo, incluso con la mejor de las intenciones se hacía difícil pronunciarlo. Aunque, bien mirado, ¿era preciso hacerlo? ¿Era preciso invocar el nombre de Dios a cada instante, como un término mágico, como si de vivir en un permanente conjuro se tratase?

Hace algún millar de años, cuando los pueblos agrícolas creían que era la misericordia divina quien mandaba a la tierra dar los frutos que les alimentaban, esa religión de ofrendas y plegarias estaba plenamente justificada. Pero al paso de los años, después de darse cuenta de que el sacrificio más propicio para una buena cosecha era el trabajo que comporta el cultivo de los campos, y que la ofrenda mejor era el abono de la tierra, ¿qué sentido tenía pedirle a Dios lo que había que ganarse con el propio esfuerzo?

Le parecía obvio que la religión nacía de un deseo humano de controlar la contingencia. Si todo cuanto somos y tenemos procede de Dios, parece lógico tener a buenas a ese ser poderoso, no sea que caigamos en desgracia y se nos vaya todo al garete. Algo así le parecía haber leído en la Biblia. Y también en las primitivas religiones de los moradores del Creciente Fértil. Pero actualmente, ¿es posible permanecer en esa idea? Sí, claro, era posible para quienes por interés, por cortedad o por algo que él no alcanzaba a ver así lo seguían creyendo. Pero ¿era razonable esa Fe? ¿Para qué servía? Veía el mundo religioso de su entorno tan apegado a los bienes materiales como el mundo profano, luego ¿para qué servía tener Dios si se vivía como si no se le tuviera?

No le apetecía detenerse en la crítica del mundo religioso de su entorno. ¿Para qué? Se hacía sola. «Por sus hechos los conoceréis». Le bastaba tan sólo con saber que a él no le interesaba en absoluto aquella religión ni aquel entorno más social que humano. Y a punto estaba de añadir también el Dios que adoraba todo aquel rebaño de caínes que, conscientes o inconscientes de su ruindad, solamente consideraban hermanos a quienes recitaban su mismo credo. Vistas así las cosas, tal vez lo más sensato era olvidarse de Dios y empezar a llamar a cada cosa por su nombre. A la bondad, Bondad, al amor, Amor, a la justicia, Justicia, a la misericordia, Misericordia, a la envidia, Envidia, al odio, Odio... Y así ir siguiendo. Por lo menos de ese modo se podría hablar a cara descubierta, sin el antifaz de la polisemia que encerraba la palabra Dios. Y posiblemente de ese modo se podría empezar a tender un puente sobre ese gran abismo que separa al mundo religioso del profano. Pero, ¿estarían las iglesias cristianas dispuestas a aceptarlo?

Por lo que él conocía, los católicos estaban muy apegados a sus símbolos. Incluso habían hecho bandera de ellos en muchas ocasiones. En su opinión los amaban más que a lo que simbolizaban. ¿Cómo sino hubiesen podido matar en nombre de Dios? ¿Acaso el Dios que adoran es un Dios de muerte? Algo no cuadraba ahí. Los católicos tenían mucho sobre lo que reflexionar, pero eso no era cosa suya. Con todo, veía muy difícil que el mundo profano al cual él pertenecía pudiese aceptar sin más esa simbología. Otra cosa era lo que podía expresarse de forma inequívoca, como Bondad, Solidaridad, Amor, Justicia... Pero no iba por ahí el lenguaje religioso al uso, especialmente el oficial católico, de modo que difícilmente vería él que empezase a tomar forma ese ansiado puente.


* * *

Hizo un alto en sus cábalas. Se imponía atender algunas necesidades cotidianas, de modo que dejó sus ensoñaciones para más tarde y se aprestó a ducharse y salir a la calle en dirección al super y a la panadería. Estaban muy cerca, de modo que el ejercicio de la compra no le servía de paseo, sino tan sólo para tomar el aire y vivir por unos instantes el ritmo del vecindario. Al regresar abrió el buzón del correo y encontró dos sobres y unas cuantas propagandas de esas que nunca entendió si servían para algo más que para ganarse un dinerillo los ingeniosos publicistas locales a costa de gastar papel inútilmente.

Uno de los dos sobres contenía una postal muy graciosa que le enviaba su amiga Pili en la que un grupo de teólogos discutía los atributos de Dios. «INIFINITO, OMNIPOTENTE, ABSOLUTO, OMNISCIENTE...» En el ángulo superior derecho alguien que asomando la cabeza por una ventana les gritaba:«¡Eh! DIOS ES AMOR».

Admiraba esa capacidad que tienen algunas personas para expresar brevemente, mediante una frase, un chiste o un dibujo ideas y pensamientos que a él le ocupaban páginas enteras. Aunque a él, como a todo el mundo, de vez en cuando también se le despertaba la capacidad de sintetizar. Recordaba, a propósito de ello, una conversación sobre la existencia de Dios sostenida tiempo ha con aquel buen párroco que lo quería convertir. En un momento de la misma, como réplica a un discurso religioso ya muy oído y nada convincente, le había dicho que en su opinión «Dios es una idea en la mente del creyente».

No le gustó a su amigo el cura esa idea de un Dios existente tan sólo en la mente de los creyentes. Claro, no podía ser de otro modo. ¿Cómo iba a gustarle a alguien que había recibido el Sagrado Sacramento del Orden Sacerdotal que ese Dios del cual él se sentía ministro no fuese más que un idea en la mente de quienes en Él creen? A buen seguro prefería un Dios mucho más cercano al propuesto por la liturgia que oficiaba a diario.

«Creo en Dios, Padre todopoderoso y en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo...» Eso sí que servía para justificar su sacerdocio. Era la gran trampa de la Iglesia Católica. Una trampa tendida hace ya diez y siete siglos y que aún pretende que le sirva. Una trampa en la que cayó el mismo cristianismo al aceptar la protección del emperador a cambio de colaborar en el control de las mentes de sus súbditos, y convertir así su religión en una imposición del poder terrenal. Un credo que servía para dar fe de que quien lo recitaba participaba de las creencias que imponía el poder. Una Iglesia que nada tenía que ver con aquel pensamiento evangélico de «bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra». No, aquella era una Iglesia que no apostaba por la mansedumbre sino por el poder y la violencia, puesto que violencia y no otra cosa ha sido desde entonces la persecución de los disidentes, los llamados herejes.

Era evidente que cualquier evolución del pensamiento cristiano topaba con los intereses de la institución católica. Pero era a la vez lógico que así fuese, ya que tan sólo a partir del desinterés material se puede avanzar por la vía del espíritu. Claro lo dejaban los evangelios en numerosos pasajes, como el de las tentaciones en el desierto, o el del rico que le pregunta a Jesús qué debía hacer para entrar en el Reino de los Cielos. Y claro estaba también que la Iglesia católica había apostado por el poder terrenal, algo completamente antagónico al espíritu de Jesús. De ahí que se empeñase a toda costa en mantener esa idea arcaica de Dios que, previa ocultación de la verdad histórica, legitimaba al papado y a la institución entera.

No era pues indiferente la idea de Dios que se elaboraba en la mente del creyente ya que, como le dijo su amiga Pili en los comentarios que se cruzaron por e-mail a propósito de la postal de los teólogos, «la imagen de Dios que se tiene marca el compromiso de cada persona». Un compromiso que acaba siendo decisivo en todos los órdenes de la vida de quien lo contrae.


* * *

El día había transcurrido entre cábala y cábala, sin demasiada actividad. Tenía la cabeza embotada y el alma triste. Necesitaba salir a tomar el aire, pero antes de apagar el ordenador quiso echarle un vistazo al correo. Le encantaba comprobar mediante los mensajes que sus amigos se acordaban de él. Al abrirlo encontró uno muy hermoso que le enviaba una desconocida amiga internauta. Era uno de esos cuentos morales ilustrados que circulan por la red, el cual casualmente se titulaba «El Puente» (providencialmente dirían los creyentes). En él, un misterioso carpintero, una especie de ángel pacificador, tendía un puente por encima de un arroyo que separaba las granjas de dos hermanos enemistados. Como era costumbre en esa clase de mensajes, había una gran abundancia de frases breves a cual más moralizadora. Al final, como siempre también, la recomendación de pasarlo a amigos y conocidos. Y aun a desconocidos debía pasarse, porque en realidad bien poco sabía él de la persona que se lo enviaba. Sabía, eso sí, que era mujer, y todo lo que de ella recibía le indicaba que era una persona delicada. Bien, ya le bastaba. La identificaba en su mente por el bonito nombre con que firmaba, evocador del arte de la música, y la imaginaba a su manera, como hacemos con todo, salvo con aquello que la realidad nos muestra sin opción a duda. De haber tenido el corazón más joven hubiese podido incluso fantasear y enamorarse de su propia fantasía. Por cierto, ¿no era acaso eso el enamoramiento religioso?

Paró en seco. Acababa de sentir como un presentimiento la amenaza de otra cábala, de modo que desconectó. Desconectó su mente y, tras guardar el mensaje, desconectó también el ordenador. Había decidido salir a dar un paseo y no era cosa de enzarzarse de nuevo. De modo que tomó una chaqueta del perchero ya que el tiempo había refrescado de repente y abrió la puerta. Ya en el umbral, a punto de dar vuelta a la llave se acordó de la linterna, y retrocedió a buscarla. Hoy no estaba muy seguro de poder confiar en la Luna, pues el cielo empezaba a presentar algunas nubes.

Caminaba calle arriba con paso cansino, saludando casi maquinalmente a las personas conocidas con quienes se cruzaba. Tenía la sensación de ir en dirección a un puente que le permitiría cruzar sobre el abismo que separaba su mundo profano de su mundo religioso. Ambos, por más que contradictorios, configuraban su propio ser, y sentía viva la necesidad de unirlos para no escindir su alma. Llevaba tiempo buscando en su interior ese camino de unión entre ambos mundos, y cual enajenado Quijote imaginaba real una ficción que su mente anhelaba como el agua el sediento. No obstante, por la vía religiosa, lo que venía hallando desde siempre más que un puente era una gran barrera, un muro grueso y compacto, una pared inmensa, inescalable, cuya altura se perdía en el cielo desde donde una luz cegadora proyectaba entre grandes nubes la palabra Dios. ¡Dios! ¡Qué gran obstáculo! ¿Cómo era posible que la naturaleza humana fuese tan contradictoria?

La imagen del puente flotaba en su mente como suspendido en el espacio mediante delicados hilos anclados en vete tú a saber. Veía a uno y otro lado de ese puente fantástico la cima de dos mundos que se perdían en sendos horizontes de bruma y confusión. El mismo abismo que los separaba se fundía también con esa nube cegadora de polvorienta luz, de modo que todo, mundos, abismo y puente parecía flotar sobre la nada y pender de ella. ¿Será que nada existe en realidad? ¿Será que nada hay fuera de nuestra mente? ¿Que tan sólo vivimos en tanto que sentimos, pensamos y soñamos? De ser así, ¿sería el arte de vivir, el arte de soñar lo que vivimos? No, tanta enajenación no era posible y aun menos deseable. Y no obstante tenía para sí como muy cierto que miramos la realidad con nuestra mente a través del cristal que hemos teñido a lo largo del tiempo con nuestra propia vida...

Sin apenas darse cuenta se detuvo al final de la calle. Delante de él, cerrando el camino del bosque, unas vallas metálicas protectoras impedían que algún caminante distraído, como él mismo, cayese en una zanja recién abierta. Era evidente que iban a edificar en esa zona. El pueblo crecía en dirección al bosque, y podía muy bien ser que en plazo breve acabase invadiéndolo. La realidad estaba dominada por el mundo profano del negocio, y ante el no cabía sueño alguno. Lo sagrado quedaba limitado a la vida del alma. El futuro del pueblo tendría menos bosque y más cemento, más asfalto y más coches contaminando el aire y la sangre de quienes respirasen en ese entorno cada vez menos respetuoso con la Madre Natura. No obstante, en la iglesia seguirían sonando las campanas el domingo llamando a una plegaria ajena a esa realidad que sin duda es camino de muerte. Durante unos minutos la gente convocada en el templo alabaría a Dios y pensaría en otra vida en el Cielo, lo que le eximiría de contemplar ésta que aquí llevamos en la Tierra. Ceremonias y ritos para halagar a Dios. Televisor en casa para distraerse y rendir la mente al seductor reclamo de la  publicidad. ¿Dos mundos antagónicos disputándose el alma de las gentes creyentes? ¡Ojalá fuera eso! Pero no. En su entorno cercano, en los más de los casos tan solo una rutina, una buena costumbre que a nada compromete. Caín y Abel con sus ritos de siempre, y los curas en medio. ¿Para qué cambiar nada si ya somos tan buenos, y rezamos a Dios, y vivimos felices y contentos...?


* Cábalas de un agnóstico - Capítulo III
Escrito para TAMBO, foro de diálogo de KOINONIA
el año 2005, allá por el mes de noviembre.


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