viernes, 29 de marzo de 2013

Tiempo de resistencia

Apenas podía abrir los ojos. Un polvillo áspero le golpeaba las córneas a cada parpadeo y las lágrimas no daban abasto a limpiarlas. Estaba envuelto en una densa atmósfera de diminutas partículas que le inundaban los oídos y penetraban por la nariz y la boca. Se asfixiaba. Sentía que de un momento a otro iba a no poder respirar más. La falta de visibilidad y sus ya escasas fuerzas le impedían orientarse en aquel páramo sobre el cual aquel viento que los antiguos llamaban estultitiae no paraba de soplar con fuerza. No había lugar alguno donde refugiarse. Con el paso del tiempo el continuo vendaval lo había barrido todo.

Lo peor que le ocurría era que estaba solo. No era el único que moraba en aquel desolado paraje, pero no tenía cerca a nadie con quien hacer frente al persistente viento que lo azotaba. Por azares del destino sus pasos se habían alejado de los de otros seres afines que en su momento lograron organizar la resistencia frente a la agresión ambiental. Sin duda le había faltado algo o alguien que lo alertara en el momento de echar a andar. Así que cuando se vino a dar cuenta estaba ya irremisiblemente perdido.

Por fortuna, el viento cesaba durante la noche. Aquellas horas de calma eran su único respiro y la única posibilidad que tenía de avanzar en alguna dirección que le alejara de aquel endemoniado paraje. Pero era difícil caminar de noche, a tientas, sin más luz que la de la Luna ni más guía que la de las estrellas. Y no obstante llevaba años haciendo camino de aquel modo, con poquísimas esperanzas ya de hallar un lugar apacible, pero con la firme convicción de que no debía dejar de buscarlo.

En ocasiones, el vuelo de algún ave nocturna le había hecho pensar que no lejos de allí debía de haber algún lugar que le sirviese de refugio durante el día. Tras lo cual se preguntaba si habría allí sitio para él, amén de si sería habitable. Pero... ¿Qué podía hacer en un nido de aves, por espacioso que fuese? ¿Acaso era él un pájaro?

Sabía bien que no basta tener alguien cerca para sentirse acompañado. Lo comprobaba a diario, cuando el viento soplaba con fuerza y veía como a su alrededor se movían otros seres supuestamente humanos a quienes el polvo no molestaba en absoluto. Le costaba entenderlo, pero era así. Aquellos seres habían desarrollado con el tiempo una insensibilidad cutánea que él no tenía. El polvo que a él tanto padecer le daba era imperceptible para ellos, por lo cual no les molestaba en absoluto. Y así era como podían vivir felices y contentos pese a los envites del recio vendaval.

No sabía qué pensar. A veces los envidiaba y maldecía su propia sensibilidad. Pero al poco rato la convicción profunda que lo animaba hacía que diese gracias a la Vida por haberlo dotado de esa capacidad tan inusual para detectar lo espurio, lo infecto, lo que poluciona el aire y penetra en nuestro organismo hasta adueñarse de él. Por más que su sensibilidad lo hiciese sufrir, sabía que sin ella acabaría no oponiendo resistencia alguna a esas partículas nocivas que amenazaban con petrificarle el alma.

Había leído en algún sitio que los camellos tienen como unos dobles párpados translúcidos que despliegan en ocasión de tener que afrontar tempestades de arena. ¿Serían acaso como los camellos, aquellos habitantes del páramo a quienes el viento no molestaba? ¿Tendrían también como ellos la visión limitada por cortinas traslúcidas? ¿Y la piel, la tendrían también gruesa e insensible? Quizá, pero...

Le daba igual como fuesen sus no semejantes. No aspiraba a comprender la insensibilidad ajena sino a protegerse del mejor modo posible de ella y del nocivo polvo que lo agredía. Sabía donde estaba su Norte porque lo veía cada noche en las estrellas. Sabía hacia dónde tenía que avanzar y en esa dirección encaminaba sus pasos. Quizá nunca llegaría a parte alguna, pero vivir era para él sinónimo de intentarlo.

En este debate mental estaba mientras el Sol, enturbiada su luz por la densa cortina de polvo, seguía en lo alto. El viento arreciaba. La polvareda era insoportable. La angustia le invadía las entrañas... Pero no desfallecía porque sabía que al final de la tarde llegaría de nuevo la noche y con ella las posibilidades de orientarse y seguir avanzando. Se replegó, pues, sobre sí mismo; se acurrucó bien y se dispuso a esperar con calma que transcurriera la jornada.



2 comentarios:

  1. Qué alegría ver un cuento por aquí! Conserva tu modo de mostrar la RESISTENCIA que tienen tus notas pero desde el poder de la palabra literaria. Celebro la universalidad de tu escrito.

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    1. Gracias, Marce, por tu comentario. Y perdóname la demora.
      Soy mal bloguero yo y a menudo me olvido de revisar lo escrito.
      Afortunadamente en esta ocasíón se me ocurrió hacer unas pequeñas enmiendas en el texto, lo cual hizo que viese tu comentario.
      Gracias y perdón de nuevo.

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