sábado, 18 de enero de 2014

La fe que mueve a luchar

Durante siglos nos sobró credulidad, pero ahora nos falta fe. Una fe firme en el ser humano, en su incondicional dignidad, en valores sólidos sobre los que asentar una justicia y una solidaridad igualitarias y libres que nos aglutinen como sociedad.


Esta civilización occidental nuestra, de presunta raíz cristiana, tan llena de conocimientos, tan rebosante de ciencia y tecnología ha descuidado lo más elemental para la convivencia y aun para nuestra común supervivencia; ha descuidado la fe en la dignidad humana. La descuidó a lo largo de los siglos en el ámbito religioso al manipular la esencia del mensaje evangélico para elaborar una religión cultista, llena de fe en el más allá pero vacía de contenido humano y pensada, por encima de todo, para mantener el estatus favorable a las clases dominantes. Y esa manipulación, esa mentira institucionalizada fue la causa de que la fe cristiana se viniese abajo a medida que el conocimiento fue barriendo la credulidad.

Cuando la fe cristiana se derrumbó, allá por los tiempos de la Ilustración, no arrastró con ella la esencia del cristianismo sino tan solo lo superfluo. En la sociedad quedaron los valores humanos que bien o mal el cristianismo había cultivado durante siglos. Unos valores que se resumieron en postulados tales como la fraternidad, la igualdad y la libertad, las cuales dieron lugar a normas morales por las que se rigió durante mucho tiempo la mayor parte de la población.

Pese al profundo cambio de paradigma que el pensamiento ilustrado supuso, cuando algunas de esas normas morales alcanzaron la categoría de leyes mantuvieron sesgos de privilegio para las clases dominantes, pues si bien la conciencia de la propia dignidad había despertado entre el pueblo, las clases sociales seguían existiendo y las privilegiadas eran quienes en realidad legislaban. No todo estaba ganado, había mucho aún por hacer y la lucha de clases continuó hasta bien entrado el siglo XX.

Decir cuándo fue que mediante la tecnología se empezó a dirigir la forma de vivir de la mayor parte de la población es cosa de especialistas y a buen seguro causa de disenso. Además, cabe tener en cuenta que ese proceso no se dio al mismo tiempo en todos los países sino que fueron distintas las fechas de inicio en unos y otros. Pero es indudable que a partir de mitad de siglo, después de la segunda guerra mundial, la publicidad y con ella el consumismo hicieron mella en la forma de vida de la mayor parte de la población occidental. A partir de entonces el capitalismo recibió el pláceme de esa población enamorada de los bienes de consumo y la forma de vida que impuso, ya arraigada en los países que entendíamos como desarrollados, fue expandiéndose por el resto del mundo hasta el más lejano rincón.

Si tenemos en cuenta que el capitalismo promueve la consecución del mayor beneficio personal aun a despecho del bien común y que a tal fin estimula la competencia entre iguales hasta extremos inmisericordes, veremos fácilmente que esa ideología es contraria a los valores éticos que hemos considerado herencia del cristianismo y que según hemos indicado fueron guía moral en la sociedad cuando dejó de serlo la moral cristiana. Según esta perspectiva podemos decir que el capitalismo es un mal social que merece ser erradicado cuanto antes.

El individualismo que la ideología capitalista comporta, más la forma de vida materialista y egocéntrica que promueve han configurado el pensamiento que hoy rige en la mayor parte de la población de los países constitutivos del occidente cristiano. Pero lo que es peor, han apartado al ciudadano medio del interés por la cosa pública, por lo colectivo, por el bien común y lo han sumido en la mayor disgregación social de todos los tiempos.

La doblez de los gobernantes y la maldad de quienes rigen los centros de poder mundial han destruido por completo la confianza en las instituciones y en las leyes. Pocas son hoy día las personas que pagan gustosamente sus impuestos porque saben que lejos de hacer una aportación social están favoreciendo que sus gobiernos hagan con ese dinero el peor uso que cabe imaginar. Van a invertirlo en armamento y guerras y van a favorecer toda clase de especulaciones financieras contrarias a los intereses del pueblo. El pago de impuestos, esa contribución personal que debiera ser motivo de orgullo solidario es hoy, como en los más remotos tiempos, una afrenta, una injusticia que carga sobre los desposeídos del mundo entero.

Tanta iniquidad en los gobiernos de casi todas las naciones ha echado por tierra la confianza en la bondad humana. La mayor parte de la población renuncia hoy a defender los principios por los que lucharon nuestros antepasados, sabiendo como sabemos que el poder nos puede arrebatar en cualquier momento todos nuestros logros. Pero esa renuncia es un arma de doble filo, porque hunde nuestra fe y acaba con nuestra dignidad.

La dignidad nos viene dada por lo que hacemos, lo que con nuestro esfuerzo construimos, lo que dejamos como legado a quienes nos sucedan. Para afrontar todo ello hace falta fe. Fe en la bondad de cuanto perseguimos y fe en la humanidad que lo va a recibir. Si no somos capaces de llenarnos de fe el alma, nuestra vida será un vagar por la tierra semejante al de cualquier animal de los que todavía la pueblan. Nada habremos aportado a nuestra gran familia humana. Nada marcará nuestro paso por el mundo. Solo la fe, una fe firme en los principios que nos mueven puede hacer fructíferas nuestras tareas. /PC

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