sábado, 26 de junio de 2004

Educar, una cuestión de Fe

Breve manifiesto personal surgido de las entrañas


A medida que caen los años uno va viendo que poco le cabe esperar dentro de lo que le pueda quedar de vida. De modo que a partir de esa toma de conciencia, quien lleva el peso de la no desesperación, quien de verdad sostiene el ánimo contra viento y marea es la Fe, no la Esperanza como en principio cabría esperar en atención a su nombre. La Esperanza, por muy virtud teologal que sea, no es la principal valedora para mantenernos firme el ánimo; no nos sirve para vivir. Les servirá, tal vez, dentro de muchos años a quienes nos sucedan, ya que como apunta Jaime Richart «lo que ayer fueron utopías hoy son realidades» (http://www.esfazil.com/kaos/noticia.php?id_noticia=3619), pero no a nosotros, vivos Sísifos del presente empeñados en mantener en lo alto esa gran masa de valores que se precipita pendiente abajo. Y tal vez les sirva también a quienes crean en otra vida pero, en llegando a este punto, allá cada cual con sus creencias; yo hablo por las mías.

Porque, sin ánimo de ser pesimista sino simplemente observador, ¿quien puede esperar que nada cambie para bien durante el período de historia que presumiblemente le pueda quedar de vida? Me parece evidente que nadie. Y ¿más tarde, cuando uno ya no esté aquí para verlo? En el mejor de los casos la respuesta no puede ser más que dudosa: «¿quien sabe...?», (acompañada de un encogerse de hombros). No, no es la Esperanza, ¡qué va! Si hasta el refrán lo dice: «quien espera, desespera». Quien de verdad nos mantiene vivos, firmes y en lucha, es la Fe.

Suele decirse que la Fe de alguien es el conjunto de cosas que esa persona cree, pero yo no lo veo así. Yo veo más la Fe como «el conjunto de cosas que no podemos dejar de creer». Algo tan metido en lo más profundo del alma que invade hasta la más insignificante célula del organismo. Algo que, queramos o no, nos hace obrar de un determinado modo e impulsa nuestra vida en una determinada dirección con la certeza de estar en el camino recto, por más que nos parezca un sinsentido y vaya en contra de toda razón.

Yo me atrevería a decir que la Fe así entendida se chupa y se bebe del seno materno, y pasa a formar parte de nuestra persona junto con la leche que nos nutrió. Y ya sea desde siempre o bien con el paso de los años, cada cual acaba siendo hijo de la madre que lo crió, más que de la que lo parió.

A quienes me quieran acusar de gratuito, de poco fundamento o de cualquier otra cosa; a quienes salten a la palestra blandiendo espadas al grito de «y el padre, ¿que...?», o enarbolando las banderas que enaltecen las posibilidades de la educación, les diré que no tengo más fundamento para lo que digo que mi propia opinión. De modo que me da igual con quien tenga que batirme, porque mi discurso brota al margen de cualquier racionalidad. Lo dicta mi Fe.

Pero con todo, a unos y a otros les diré en primer lugar que, desde mi punto de vista, la leche materna es el símbolo de la nutrición emocional, imprescindible para crecer como persona. Y también que en toda leche materna hay suficientes ingredientes de humanidad como para alimentar y hacer crecer a quien sea, incluso a los más raquíticos. Que amamantar, nutrir, es un acto de amor, porque no se amamanta ni se nutre a quien no se ama. Y que educar de verdad no es otra cosa sino un acto de nutrición emocional, un poner las condiciones necesarias para que pueda crecer la humanidad del educando, y no tan sólo su nivel de esos conocimientos que se ha venido en llamar útiles aun sin especificar qué clase de utilidad es la suya. Que esa nutrición emocional a la que me refiero la puede dar toda persona, del sexo que sea, a condición de que ame la bondad, el amor, el respeto, la reflexión, la verdad, la justicia... Es decir, a condición de que respete la dignidad humana de su educando y crea en ella.  En fin que, a mi ver, educar equivale a humanizar, a poner las condiciones necesarias para que crezca la humanidad del educando y, en la medida que ese individuo es parte integrante de la Humanidad, con su crecimiento humano crezca un ápice el de la Humanidad entera. Y eso, así, tal como suena, también me lo dicta mi Fe.

Pero aun hay más. Creo firmemente que todo ser humano, todo sin exclusión, puede crecer en humanidad, puede ser redimido de la bestialidad si recibe la debida nutrición emocional. Pero nunca olvidando su alma, su condición humana, ni sumergiéndole en la más absoluta y descarnada materialidad, como piensan quienes defienden la competitividad, el éxito, el individualismo y el bienestar material a ultranza que, por desgracia, son la mayoría de quienes dicen que pretenden educar. Humano no es quien compite, quien triunfa, quien avasalla, quien impone su voluntad a expensas de lo que sea..., sino quien colabora, quien ayuda, quien respeta, quien trata al prójimo como a ser humano que es. Y para eso, para poder obrar de ese modo con quienes tengamos a nuestro alrededor, sin desfallecer, a pesar de todos los pesares y con la convicción de estar haciendo algo útil aun a sabiendas de no llegar a ver los resultados, lo único que hace falta es creer. Creer en la Humanidad que late en el pecho de nuestros educandos. Creer en esa Humanidad de la que por el simple hecho de haber nacido todos y todas somos parte. Creer, así, sin más.

Lo dicho: una cuestión de Fe.
 

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