jueves, 3 de febrero de 2005

Primitivismo parlamentario

El miedo, la intolerancia y la violencia más o menos disfrazados pero con entidad campan a sus anchas por este mundo de Dios -o quizá del diablo- del que formamos parte, y cual macabros jinetes del apocalipsis ocupan hasta el menor rincón y arrasan cuanto hallan a su paso. Donde ellos están no cabe la convivencia, ni aun cuando ese lugar sea un estado democrático.


La convivencia no es tan sólo una cuestión formal, simplemente de buenas o malas maneras, de aceptación a regañadientes de las normas establecidas, sino algo mucho más profundo en la estructura mental y en la conciencia tanto de las personas como de los colectivos humanos. Es ante todo aceptación del otro, del distinto, con confianza y sin temores escondidos. Es tender la mano abiertamente, en condiciones de igualdad y con voluntad de reducir las distancias y limar las asperezas que generan conflictos. Y es por lo tanto diálogo abierto, ya que sin el no se puede llegar a acuerdos. La convivencia no puede ser en modo alguno la imposición de unos sobre otros. Eso podría ser pax romana, pero no convivencia.

El mundo en que vivimos es cada vez más pequeño y llevamos ya muchos años y aun siglos intentando con mejor o peor fortuna compartirlo. La defensa del territorio y de todo cuanto éste representa forma parte de ese instinto primitivo que cuando se manifiesta nos recuerda que nuestros antepasados fueron animales antes que humanos. Desde el garrotazo cavernícola hasta la sofisticación política y guerrera a la que actualmente hemos llegado no hemos dejado de resolver mediante violencia cuanto a territorios se refiere, lo cual es, sin duda alguna, un signo de insuficiente evolución en la inteligencia emocional de nuestra especie.

Parece increíble que los humanos podamos tener un conocimiento tan mínimo de nuestras deficiencias y tan poca voluntad para superarlas. Avanzar en los procesos de entendimiento en cualquier área es de extrema urgencia si queremos salvar la Humanidad entera de una catástrofe inevitable, y no obstante, permanecemos inertes, anclados en el más absoluto inmovilismo, paralizados, aferrándonos con el pensamiento y con el corazón a cuanto consideramos conocido y propio hasta el punto de parecernos que es la base única e insustituible de nuestra seguridad.

Ni que decir tiene que la causa de esa parálisis no es otra sino el miedo. El miedo hace que todo el mundo se repliegue y cierre sus puertas físicas y mentales a todo lo distinto. El miedo es la base de la intolerancia y consecuentemente de la violencia. Quien se siente agredido, quien siente que peligra aquello de lo cual depende su seguridad personal o la del entorno que le cobija siente miedo y se defiende. Y si en su mente emocional no ha desarrollado recursos suficientes para poder afrontar pacíficamente la dificultad que le apremia recurre a la violencia, verbal primero y física después si le hace falta. De ahí la importancia de educar en la autoestima, en la confianza y en el discernimiento, y no solamente desde y para las buenas maneras, ya que con frecuencia estas no pasan de ser aparentes o bien son insuficientes para generar la necesaria convivencia.

La intolerancia suele revestirse de grandes palabras y aferrarse a conceptos que considera indiscutibles, y ni que decir tiene que los intolerantes se creen en posesión de la más absoluta verdad. No es de extrañar pues, ya que de absolutos se trata, que se dé en el mundo tanta intolerancia religiosa y que la intolerancia política vaya al unísono con ella. Y por ese mismo motivo tampoco cabe extrañarse de que el discurso habitual de los intolerantes esté repleto de descalificaciones a quienes no comparten su modo de pensar  -o de no pensar, las más de las veces-  y que en él aparezcan rasgos de violencia verbal.

El dogmatismo y la cerrazón forman el baluarte de la intolerancia y por ende del miedo, y la amenaza o incluso la violencia son las armas más comunes en quienes a partir del miedo devienen intolerantes y a partir de la intolerancia acaban siendo violentos. El campo de batalla puede ser cualquier lugar puesto que para el intolerante su causa siempre está por encima incluso de lo más sagrado, y en último extremo ahí tiene las viejas creencias con las que su mente dogmática puede justificar cualquier acto, sea cual sea.

¡Cuanto camino nos queda a los humanos por recorrer! Viendo lo lentamente que avanzamos por la senda de la convivencia, no parece absurda la idea de que podríamos llegar al fin de los tiempos antes de que hubiésemos superado emocionalmente la edad de piedra.

kaosenlared.net    3.2.2005

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