sábado, 1 de octubre de 2005

A ti te falta Fe *


Aquel incidente del seminario le había transtornado. Había pasado ya varios días y todavía lo tenía fresco en la memoria, casi como una obsesión. Su mente funcionaba ahora como una moviola. Las imágenes de aquel suceso iban y venían, como si danzasen, y atraían con su baile una multitud de recuerdos que al incorporarse daban lugar a una coreografía improvisada y viva, como si del ritual mágico de algún pueblo primitivo se tratara. Veía aquel grupo de personas adultas, algunas ya mayores, agitadas como si se hallasen en presencia de algo insólito, comunicándose locuaces unas a otros el sobresalto que les causaban las conjeturas irreverentes de quien sin duda adjetivaron de incrédulo, cuando no de enviado del diablo, carne de hoguera unos cuantos siglos antes.

- ¿Pero qué dices...? ¡No, en absoluto! Mira, lo que ocurre es que a ti te falta Fe.

Claro que también los había tolerantes, conciliadores, que con la ayuda de gestos resignados se esforzaban por hacer entender a sus exaltados compañeros que ya se sabe, «la Fe la da Dios a quien quiere y cuando quiere». Había pues que confiar en la misericordia divina. ¿Quien sabe si más adelante...?

Estaba atónito. Esperaba que de un momento a otro alguna de aquellas buenas almas se pusiese de pie y propusiese a los allí reunidos rezar un padrenuestro para que Dios se dignase otorgarle la Fe a aquel desdichado que, de seguir así, acabaría en el infierno.

Debía de ser eso, que le faltaba Fe, porque le parecía de todo punto inaceptable aquella imagen de un Dios arbitrario y negociador, siempre dispuesto al intercambio.

- Eres mi criatura. Si me adoras te daré...

Según esa forma de creer, todo cuanto nos da la vida no tan solo nos viene de Dios sino que nos lo da por voluntad expresa, como deferencia personal hacia cada una de sus criaturas. Algo así como ese trato personalizado que anuncian ahora algunos bancos y compañías de seguros.

Le parecía una idea absurda. Tan absurda como casi todo lo que se predicaba de ese Dios antropomorfo que le habían enseñado en su niñez, en pleno auge del nacionalcatolicismo, cuando se organizaban procesiones en España para pedirle al cielo lluvia en tiempo de sequía. Un Dios creador que juega con sus criaturas como jugábamos nosotros de niños con las figuritas del belén, cambiando de sitio a nuestro antojo las ovejas y los animalillos de la granja, haciendo avanzar los reyes magos un poco cada día, nevando las montañas con harina... Un Dios vigilante, severo o a veces protector, que en ocasiones, cuando nos hacía falta, nos ponía una piedra en el camino para que tropezásemos y cayésemos, y así el descalabro nos hiciese entender que íbamos descaminados.

No, no era posible. Hacía mucho tiempo ya que le pasó por la cabeza por primera vez que cierto pasaje del Génesis estaba mal escrito, y que donde dice «Dios creó al hombre a su imagen y semejanza» debía decir «el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza». Porque era evidente que aquella era una imagen de Dios corta y primitiva, interesada, creada para satisfacer necesidades emocionales. Lo incompresible es que tuviese vigencia todavía. Razón tenía aquella profesora de Biblia del curso anterior cuando les decía: «Guardad la Fe de la Primera Comunión en el armario junto al vestido que llevasteis ese día, que os viene ya tan pequeña como aquel». Pero por lo que estaba viendo, había mucha gente que se sentía perfectamente cómoda con aquel ropaje. ¿Sería que no habían crecido?


* * *

La moviola seguía girando adelante y atrás sin más descanso que el tiempo que tenía la mente ocupada en los quehaceres cotidianos y el obligado reposo nocturno. Ahora ya no le preocupaba, como tiempo atrás, la idea de hallar una Fe posible desde la reflexión y el sentido común, y no solamente desde la superstición y el secuestro mental. Ahora, después de leer a Casaldàliga, a Queiruga, a Leonardo Boff y a otros sabía que esa Fe es posible, pese a que después de tanta reflexión y tantos escritos sensatos la doctrina oficial católica siguiese erre que erre como siempre, como si no fuese necesario observar y pensar, y tuviese que saberse todo por revelación divina. Una revelación que, por lo que veía, debía de alcanzar tan sólo a unos pocos, porque la mayoría de la gente, entre la que había muchísimos creyentes, no opinaban lo mismo que los sesudos varones que velaban por la pureza de la Fe.

Pero su mente era en aquel instante un batiburrillo de ideas y recuerdos religiosos entre los que figuraba un hecho acaecido años atrás, en una celebración de la Pascua, en el colegio de las monjas donde trabajaba.

La superiora había invitado a todo el claustro de docentes a una eucaristía en la capillita de las hermanas, a la cual le seguiría una merienda en el comedor del colegio. Y así, al terminar las clases se reunieron en el pasillo de acceso a las dependencias conventuales, y después de encender unas pequeñas candelas, iniciaron una pequeña procesión encabezada por el párroco en dirección a la capilla. Una vez allí pusieron las velitas sobre el altar y empezó la misa.

Después de leer el evangelio que narraba las dudas de Tomás se sentaron y el oficiante empezó su sermón. «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído». Hablaba lentamente, mirando al suelo como si en vez de predicar meditara... Y de pronto concluyó:

- Creer es un acto de voluntad. Cree quien quiere creer.

¡Fantástico! La Fe ya no era un regalo divino sino un acto humano. Una decisión que tomaba libremente el creyente. Bueno, si más no esta versión era mucho más respetuosa que la anterior. Dignificaba a la persona humana y al mismo Dios, porque ¿cómo explicar un Dios tan caprichoso que reparte a su antojo? ¿Qué justicia sería esa?

Pero con todo, no quedaba resuelto el enigma sobre esa tan cacareada Fe, porque le vino a la memoria una de las premisas de que partía el director de un seminario que trataba de cómo transmitir la Fe a los jóvenes, la cual decía que la Fe la da Dios, y recordaba que siglos atrás habían sido tachados de herejes quienes afirmaban lo contrario.

¡Santo Dios! Ese párroco predicaba doctrinas heréticas. ¿Estaría fuera del control de su obispo?

Bueno, aun así, una tal visión de la Fe hacía que le encajase algo más la actitud de la jerarquía eclesiástica porque si creer es un acto de voluntad humana y la Fe es imprescindible para salvarse, entonces estaba ya más que justificado que unos santos varones, llenos de buena voluntad, velasen por la pureza de esa Fe, de eso que cada cual decidía por su cuenta creer, para que no hubiese nadie que creyese equivocadamente y se perdiese. O lo que es peor: hiciese que se perdiesen los demás.

Paternalismo no le faltaba a esa Iglesia inquisidora y autoritaria. Porque ya tenía «narices» eso de velar inquisitorialmente por la pureza de la fe ¿Unos humanos llevando el control de calidad de algo que ellos mismos consideraban un regalo de Dios? ¡Incomprensible! Y aun más que incomprensible, ¡DEMENCIAL!

Lo que él no entendía es de dónde habrían sacado tan mal ejemplo esos jerarcas católicos, porque decían seguir las enseñanzas de Jesús pero él no recordaba haber leído en parte alguna que Aquel hubiese presionado jamás a nadie para que le creyese. Estaba claro pues que una cosa era lo que enseñó Jesús y otra lo que la Iglesia hacía.


* * *

Por más vueltas que le daba no conseguía entender la conducta religiosa de su entorno.  ¿Qué fin tenía la religión que se practicaba? ¿A qué llamaban Fe quienes se confesaban creyentes? ¿Qué fin tenía aquella Fe?

Ya para empezar, le resultaba incomprensible que gentes con un nivel de instrucción elevado tuviesen tan cautivo el pensamiento como para aceptar sin reservas todo el sinfín de creencias que su religión exigía. Porque era evidente que lo que regía en su modo de pensar religioso era pura creencia. Nadie que no hubiese sido previamente adoctrinado podía llegar a las conclusiones que les hacía afirmar su Fe. ¿Qué era pues aquella doctrina que profesaban, liberación o esclavitud del alma?

La liberación no la veía él por parte alguna porque la mayoría de las gentes creyentes que conocía eran tan esclavas de las exigencias del sistema como las no creyentes. Afán de riqueza, de bienestar material, poca o ninguna solidadridad con el resto de la especie humana... Y encima esclavas de un sinfín de supersticiones a las que llamaban creencias.

No veía como aprisionarse la mente con grilletes pudiese servir para avanzar en el proceso de evolución de la persona, algo deseable tanto a nivel individual como colectivo, y tanto desde el punto de vista humano como religioso, ya que desde este último equivalía a colaborar en la obra creadora de Dios. Crecer implica libertad, nunca esclavitud de ninguna clase, pero aun menos de pensamiento.

Para él no tenían ningún sentido todas aquellas cabriolas mentales que la teología hacía en torno a la Fe. Porque si la Fe la daba Dios a quien le viniese en gana, era evidente que ese Dios no era sino un creador caprichoso que salvaba o condenaba a su antojo a sus criaturas. Un Dios que jugaba con su creación como un niño juega con sus superhéroes de juguete haciéndoles ganar o perder sus diversas batallas según su personal preferencia. Francamente decepcionante. Difícil resulta ver desde esa óptica la imagen del Dios justo y misericordioso, amor todo Él, que el cristianismo predica. 

Si creer era algo que cada cual decidía por su cuenta, entonces la Fe era como una especie de autosugestión, incluso de autohipnosis en los casos de fanatismo extremo. Pero enfocarlo así era un canto desmedido a la libertad humana, puesto que significaba prescindir de la influencia del medio. Totalmente insostenible a la luz de la ciencia.

Si la Fe era un proceso de construcción mental, algo que le parecía completamente razonable, entonces las creencias eran una forma de manipulación de la mente en el orden emocional y en el intelectual. Imbuyendo unas determinadas creencias en la mente de los individuos se conseguía controlar su pensamiento y una buena parte de su afectividad. Una forma muy inteligente de control colectivo.

Claro que la Naturaleza daba un importante refuerzo en pro de la libertad al hacer que hubiese almas impermeables a la sugestión religiosa. De ahí esa gran masa de increyentes, a quienes lo religioso no traspasaba la piel. De ella formaban parte también los «creyentes nominales», aquellas gentes que participaban en mayor o menor medida de los ceremoniales religiosos pero que se comportaban en la vida cotidiana como cualquier increyente.

Y entre los no tan impermeables pero liberados al fin, había los rebeldes, quienes haciendo gala de honestidad plantaban cara a esa religión que consideraban esclavizante. Para ellos, ya desde tiempos muy remotos, la institución eclesiástica previó toda clase de castigos, físicos y mentales. Desde el hierro y la hoguera hasta los sentimientos de culpa y el temor al infierno. No era de extrañar que a partir de que la razón los liberase se convirtiesen en redomados perseguidores de todo lo que tuviese algo que ver con esa religión esclavizante, o si más no con la Iglesia autoritaria y torturadora que la predicaba.

No alcanzaba pues a ver qué utilidad humana tenía todo aquel aparato religioso de su entorno. ¿En qué beneficiaba al mundo actual que las gentes se agrupasen según sus creencias religiosas? ¿Acaso ese agruparse no era separarse de los demás? Creyentes y no creyentes. Buenos y malos. Nosotros los buenos y ellos los malos. ¿No se ha basado precisamente en eso el sempiterno tema de los «ejes del mal»? No, no tenía ningún sentido aquel cúmulo de creencias puesto que no estaba al servicio de las personas y de los pueblos sino que los ponía a su servicio.

Hizo un alto en su cavilar porque, como respondiendo a todas aquellas preguntas que en su interior se formulaba, empezaron a desfilar por su mente las imágenes de las personas conocidas que aun llevando una vida religiosa según la tradición católica eran merecedoras de su mayor consideración. Pero por más que hubiese almas verdaderamente bondadosas entre las gentes creyentes, bellísimas personas que habían sabido ver en esa religión que les inculcaron la Luz necesaria para seguir su camino hacia un verdadero crecimiento humano, eso no justificaba la religión. Porque ¿acaso no había también bellísimas personas entre quienes profesaban otras creencias religiosas, y aun entre increyentes, agnósticos y ateos?

No eran pues las opciones personales lo que él cuestionaba, sino todo aquel corpus doctrinal que servía más para dividir a las gentes que para unirlas. Ese conjunto de creencias que hacían decir a sus compañeros de clase «... lo que ocurre es que a ti te falta Fe». ¡Que seguridad mostraban quienes le acusaban! Y aun quienes le perdonaban la vida. ¡Qué pletóricos debían de sentirse recitando su Credo!

No. Tenía muy claro que lo que él buscaba no era pertenecer a ese grupo de gentes que se consideraban elegidas por Dios. Eso no podía ser más que o un acto de vanidad, o bien una búsqueda inconsciente de seguridad personal en la identidad que les proporcionaba el colectivo religioso que adoptaban. Él buscaba un colectivo humano con miras verdaderamente amplias que le ayudase a superar sus personales miserias. ¿Para qué quería sino la religión?


* * *

Pasaban los días. Sus cábalas sobre la Fe perdían interés y se iban instalando lentamente en ese olvidado rincón de la mente en el que todas las especulaciones se acaban oxidando con el tiempo. Al fin y al cabo, para él la Fe de verdad era todo aquello que no podemos dejar de creer, sea religioso o no, porque lo hemos mamado, lo hemos vivido y, queramos o no, forma parte de nuestra estructura mental, de nuestro personal modo de ser. Ese conjunto de creencias que el individuo adquiere del sistema al cual pertenece y que condiciona buena parte de su conducta. Algo cambiante, puesto que las formas de vida son cambiantes, y no sirven a las gentes de hoy los modelos de hace dos mil o cuatro mil o diez mil años, por más que la esencia del alma humana haya cambiado poco en ese tiempo. Algo que había que evaluar continuamente a la luz del pensamiento vivo de la sociedad, no de la conveniencia personal de los guardianes de lo sagrado. Nada pues que ver con todas aquellas declaraciones dogmáticas sobre la Trinidad de Dios, la divinidad de Jesús, la virginidad de María...

Para él Fe y sentido de la vida eran términos mucho más afines de lo que pudiera parecer. Y así consideraba excelente aquella Fe que nos hace verdaderamente humanos, como la Fe en el Amor, en la Bondad, en la Solidaridad, en la Misericordia..., y deplorables todas aquellas creencias que conllevan exclusión, insolidaridad y enfrentamiento de unos con otros...

Estaba convencido de que «la Fe mueve montañas» porque moviliza en un mismo sentido toda la energía de que dispone la persona, no porque las afirmaciones dogmáticas tengan la fuerza de un conjuro mágico. De ahí la necesidad de trabajar mentalmente esa Fe humanizadora que tanto puede ayudar a la convivencia desde la igualdad. Hermanos sí, pero no nosotros los mayores y los demás los pequeños, sino a la par. En fin, que no veía por qué la Fe tenía que ser un asunto exclusivamente teológico, sino más bien ético, psicológico y pedagógico. Pero en cualquier caso, la teología debería partir del conocimiento humano, no de ninguna clase de revelación.

Llegado a este punto, el disgusto que le había producido el manifiesto rechazo de sus compañeros de curso perdía importancia. Al fin y al cabo ese rasgo de intolerancia no dejaba de ser una muestra más de la realidad religiosa de su entorno, de ese cristianismo milagrero y mágico basado en creencias milenarias que encontraba por doquier.

Pero si el disgusto ya había remitido, lo que no cesaba era su necesidad de encontrar compañía para ese peregrinar constante que era su vida, una necesidad que crecía con la dificultad. Necesitaba un grupo de hombres y mujeres actuales que le ayudasen a nutrir emocionalmente su espiritualidad, a mantener viva en su corazón esa Fe excelente que todos los humanos necesitamos para sostenernos en los momentos difíciles. Y eso no era fácil de encontrar. Y menos para alguien como él, que no estaba dispuesto a «comulgar con ruedas de molino» o a permanecer silencioso en un rincón del templo contemplando un espectáculo que le era tan ajeno como las animadas conversaciones de su mamá con sus amigas cuando era pequeño.

Su soledad espiritual le producía angustia. Cada vez se sentía más lejos del mundo religioso de su entorno. Después de esa intensa búsqueda de los últimos años, el desaliento iba en franco aumento. Su modo de pensar era profano, pero su vida interior necesitaba un soporte emocional que por alguna razón sospechaba que podía hallar en un entorno religioso evolucionado, el cual, por más que buscaba con tesón, no encontraba en parte alguna. Tal vez hubiese podido hacerse budista, o practicar zen, o hacer yoga, pero todo ello le era demasiado ajeno porque él pertenecía a una cultura cristiana, y tenía muy claro que era dentro del cristianismo donde debía hacer su camino. Pero cuidado, de un cristianismo propio del siglo XXI, no medieval. ¿Dónde hallarlo?



* Cábalas de un agnóstico - Capítulo II
Escrito para TAMBO, foro de diálogo de KOINONIA
el año 2005, allá por el mes de octubre.

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