sábado, 25 de octubre de 2008

El oro y la palabra divina

La salvación está en los pobres.


Algo así me parece recordar que leí en algún escrito de Jon Sobrino. De ser así no me extraña que a punto estuviesen de silenciarlo, porque si elogiar la pobreza dentro de una institución que viene apostando por el poder y la riqueza desde su comienzo hasta el presente es una afrenta, pensar de tal modo que lleve a decir algo semejante puede ser un zarandeo a las creencias que amparan la conducta de quienes la rigen.

Por suerte, Sobrino no es el único que piensa de ese modo dentro de la Iglesia Católica, pues son muchas las personas religiosas que son ejemplo vivo de esa conducta que predicaba el Jesús de los evangelios. Pero algo ocurre que quienes así piensan pintan poco dentro de esa institución. ¿Será voluntad del Espíritu Santo, que así sea?

Me vino esto a la cabeza cuando leí que Benedicto XVI, citando el evangelio aconsejó construir sobre sólido y seguro. Muy buen criterio, nadie lo duda, aunque algo ambiguo, porque mientras el Papa consideraba sólida la palabra divina, sus economistas apostaban por el oro. Una tonelada, dice la noticia que tienen. [1]

No voy a entrar en si es correcto o no predicar aquello de “los lirios del campo y las aves del cielo” teniendo cubiertas las espaldas con 1.400 millones de €, porque como bien sabemos «todo es según el color del cristal con que se mira» i cada cual tiene sus buenas razones para justificar lo que hace. Pero sí quiero apuntar que desde esta “tierra de nadie” en que me encuentro, donde no hay cabida ni para las ensoñaciones religiosas ni para la inconsciencia de un positivismo que huyendo de engaños y supercherías echa por la borda la esencia misma de la dimensión humana, no parece aceptable predicar una cosa y hacer la contraria.

En mi opinión, una institución que se comporta de un modo tan ambiguo no puede autodenominarse seguidora de aquel que no tenía donde recostar su cabeza, que aun teniendo hambre no quiso convertir las piedras en panes, que renunció a triunfar espectacularmente tirándose de lo alto del templo, y también a hacerse dueño y señor de la tierra a cambio de adorar al diablo; y aun más: se atrevió a cuestionar el pensamiento de las clases dominantes de su tiempo aun sabiendo que en esta acción empeñaba su vida.

Desde mi personal perspectiva se entiende la ambigüedad en el ámbito individual, en el cual vivimos -quien más quien menos- encendiendo una vela a Dios y otra al diablo. Pero no en el institucional, porque una institución no puede caminar a la vez hacia la derecha y hacia la izquierda. No puede estar a la vez del lado de los oprimidos y de los opresores, de las víctimas y de los verdugos.

No veo pues que la Iglesia Católica haya hecho una opción clara por el reino de Dios y su justicia. Veo, eso sí, que la ha hecho por lo emocional, que se pone claramente al servicio de quienes buscan su felicidad en los arrobos “espirituales” que nacen de la contemplación del imaginario religioso, pero no de quienes la buscan en el esfuerzo por la consecución del bien común a lo largo y ancho del planeta Tierra. ¿Será que se ha centrado tanto en «amar a Dios» que se ha olvidado de «amar al prójimo»?

Hoy la humanidad está pasando por un momento verdaderamente difícil. En nuestra opulenta civilización occidental cristiana la justicia social está en franco retroceso. Los ricos del mundo se han hecho amos ya de casi todo lo necesario para subsistir. Se han adueñado de la tierra, del agua y de cuantos recursos naturales han hecho posible a lo largo de los siglos el desarrollo humano. La vida de millones de personas está en manos de los ricos, que aseguran con la ventaja que les dan los avances tecnológicos y la sofisticación de los medios de guerra esta apropiación que antaño hicieron a filo de espada y a punta de bala. Y en medio de esta realidad, la Iglesia Católica sigue el juego de las finanzas mientras el Papa pronuncia bellas palabras.

¡Ah, las palabras! Las palabras son los cantos de sirena que los cazadores de corazones emplean para lograr que millones de personas inocentes les sigan, tanto para lo bueno como para lo malo. Porque la palabra, dicha o pensada, llega hasta lo hondo de la mente, alcanza el sistema endocrino y dispara torrentes de hormonas. Y ya sabemos lo que pueden las hormonas.

En esta poderosa acción de la palabra que acabamos de señalar se basan la psicoterapia, el adoctrinamiento, la plegaria, la educación, los lutos, el culto religioso y todo cuanto desde dentro modifica los sentimientos y la conducta de las personas. Es la conexión que hay entre el pensamiento y la totalidad endocrina del cuerpo humano lo que hace posibles esos “milagros” de transformación interna que a veces observamos o experimentamos. En este siglo XXI en que vivimos, sabemos a ciencia cierta que ésa es nuestra realidad corporeomental. Luego no hay que escandalizarse por pensarlo o decirlo. Dios o la naturaleza, según se vea desde una perspectiva creyente o una atea, nos han hecho así. ¡Demos gracias!

Demos gracias, sí, pero vayamos con cuidado, porque la palabra es esclava del corazón de quien la dice. De ahí la necesidad de mirar los hechos antes de dejar que nos afecten las palabras. Porque toda palabra, aun la más divina, la dicen los humanos, y en el corazón humano caben las mayores ruindades que podamos imaginar. «Por sus hechos los conoceréis», no por sus palabras, porque son los hechos los que desenmascaran las conductas hipócritas.

Posiblemente sea inexacto decir que la soberbia clerical y su hipocresía son la causa principal del materialismo exacerbado que aqueja a nuestra opulenta civilización occidental cristiana. Pero no pienso que lo sea decir que mucho han contribuido a ello, ya que han servido y sirven todavía para ahuyentar a miles de personas y alejarlas del camino de humanización que representa un cristianismo vivido según las enseñanzas que nos transmiten los evangelios. Y sirven también para que muchas personas de buena fe tomen por buena esa conducta ambigua de la jerarquía eclesiástica y vivan mirando al cielo y haciéndole a la vez el juego a los poderes terrenales, esos que justamente son la causa del hambre y de las miserias que un cristianismo auténtico debiera esforzarse en impedir.

No sé si tendrá razón o no Jon Sobrino. No sé si la salvación nos va a venir de la mano de los pobres. Pero sí que estoy plenamente convencido de que no nos va a venir de la mano de quienes, diciendo lo que digan, apuestan por la seguridad que dan la riqueza, la posición social y el dinero, que bien sabemos de donde salen y que costo humano tienen.



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