jueves, 1 de diciembre de 2005

Taizé, un lugar insólito *


Corría el mes de julio y faltaba poco para que su compañera y él tomasen de nuevo, como en años anteriores, el camino de Taizé. Una vez más iban a gozar de aquella paz, aquellos cantos, aquellos silencios y aquella deseada austeridad que les llenaban de júbilo y de recuerdos que permanecían indelebles luego en su memoria. Muy posiblemente tendrían también ocasión de abrazar a amigos de años anteriores y de contemplarse un buen rato con el alma llena de gozo, tratando de comunicar con la expresión todo lo que no podían decir con palabras. Y verían también a algunos de quienes habían permanecido en contacto por correo, con quienes se abrazarían igualmente y dejarían que la proximidad superase ampliamente todo lo comunicado por escrito. Y a buen seguro que establecerían nuevos lazos de afecto que tal vez perdurasen como los anteriores... O tal vez no. Tal vez este año su estancia en Taizé sería muy distinta. Pero daba igual. Fuese como fuese, bendita fuere.

Hacía ya mucho tiempo que llegó a la conclusión de que uno de los mayores encantos de la vida era justamente su imprevisibilidad. Desde entonces se había esforzado en vivir con plenitud la contingencia, lúcidamente, aceptando contratiempos y golpes como el hierro acepta en la forja el martillo del herrero, procurando, eso sí, mantener su conciencia al rojo vivo para que no fuese en vano cuanto le sucediese. Por eso cada mañana, en su oración de agnóstico le pedía a la desconocida «Fuente de la Vida» fuerzas para aceptar con buen ánimo cuanto tuviese que vivir, y cada noche daba gracias por todo lo vivido, por lo bueno y por lo malo que le había sucedido, porque todo servía para irle construyendo.

Entre las muchas cosas imprevisibles que La Vida le había ofrecido estaba Taizé. Cuando recordaba cómo fue su descubrimiento se maravillaba y daba gracias a un tiempo. Claro que todo le había sucedido así durante toda su vida. Todo, absolutamente todo lo nuevo había devenido como por azar. Suponía que su vida también respondía a ese azar, ¿por qué no? ¿Podía alguien afirmar lo contrario?

Fue al comienzo del curso académico, cuando se reencontraron los docentes después de las vacaciones estivales. La superiora del colegio, una dominica, le dijo que acababa de regresar de Taizé, donde había estado con un grupo de jóvenes. Le habló de los cantos y le trajo unas partituras. Le explicó que era un monasterio actual en mitad de Francia, en la Borgoña, junto a Cluny, lo que fue el gran monasterio medieval. Allí el Hermano Roger y otras buenas gentes escondieron fugitivos de los nazis durante la ocupación alemana. Finalizada la guerra, él y algunos de sus colaboradores decidieron quedarse a vivir en comunidad, dedicados a la oración y a organizar allí periódicamente colonias de vacaciones para jóvenes franceses y alemanes, para que conociéndose se amasen y no volviesen jamás a guerrear. Se han mantenido siempre autónomos, sin depender económicamente de nadie, viviendo de su propio trabajo. No han aceptado nunca subvenciones ni donaciones, ni siquiera las herencias correspondientes a los hermanos que han ido ingresando en la comunidad, lo cual les ha permitido mantener incólume su libertad de pensamiento y acción.

Le pareció interesante esa historia de heroicos monjes salvadores, y los cantos eran hermosos. Sabía que de joven su compañera había asistido a un par de encuentros internacionales de los que organiza la comunidad de Taizé cada fin de año en una ciudad distinta, de modo que le propuso ir a conocer ese lugar al verano siguiente. Y allí fueron.


* * *


Al llegar encontraron una especie de gran campamento compuesto por sencillos edificios, barracones de madera y tiendas de campaña, con un templo en el centro, y una gran acitividad.  Una multitud de jóvenes con mochilas, guitarras, en numerosos grupos por doquier, de pie sentados en el suelo... y poquísimos adultos. La primera impresión que tuvieron fue que habían terminado sus vacaciones de docentes y estaban de nuevo en la escuela. Se miraron atónitos.

- ¡Dios mío! ¡Hemos vuelto al cole!

Luego, siguiendo las indicaciones que amablemente les dieron en la acogida, descubrieron que en un rincón de aquel inmenso campamento había una zona destinada a los adultos, algo que ya empezaba a ser tranquilizador. Eligieron un lugar sobre la hierba y se aprestaron a instalar la tienda. Poco después de dejarlo todo en condiciones para su acampada de una semana se dispusieron a hacer un breve reconocimiento de la zona, pero una hermosa combinación de sonidos procedente del carillón de campanas situado cerca de la entrada del recinto les anunciaba la plegaria nocturna.

El templo fue otra sorpresa. Una gran nave enmoquetada sin asientos, con unas amplias zonas delimitadas por estrechos pasillos señalados con cinta adhesiva blanca, donde jóvenes acomodadores les invitaban a sentarse, mediante silenciosos gestos. El silencio era impresionante por inusual en un espacio que rápidamente se iba llenando a rebosar de jóvenes. Un grupo de callados centinelas lo habían pedido ya frente a la puerta sosteniendo grandes carteles blancos en diversas lenguas.

Poco a poco fueron apareciendo los monjes, que se arrodillaron en silencio formando una doble hilera en mitad de la nave. Al final llegó el Hermano Roger, ayudado en su andar por otro hermano y se sentó en una silla sin respaldo en lo alto del pasillo. Sonó un acorde. Un monje inició el canto y, como si una sola voz hubiera, todo el público le siguió, cantoral en mano, a cuatro voces. Una estrofa como de ocho compases que se repetía como un mantra sobre la que el monje solista contrapunteaba otros versos. A aquel canto le siguió otro, y luego otro, y otro, cada uno en una lengua distinta, alguna de ellas desconocida su existencia por él hasta aquel momento. Y finalmente un silencio. Un silencio largo y profundo. Tiempo para la introspección, o para la plegaria personal, o para el propio silencio... Después de un largo rato se reanudaron los cantos. Finalmente los monjes se levantaron y empezaron a retirarse. Dos de ellos acompañaron al Hermano Roger hacia un lateral de la nave hacia el cual se dirigieron numerosos jóvenes para recibir su bendición. Otros monjes se quedaron de pie en diversos lugares del templo a la espera de jóvenes que quisiesen comunicarles algo. Entretanto los cantos seguían, ahora ya a capella, guiadas por la voz de un monje y de una voluntaria. Voces bellísimas, entonaciones perfectas... Simplemente maravilloso.

Al salir del templo, ya de noche, pudieron oir otros cantos, lejanos, provenientes de la zona de recreo en la que los jóvenes manifestaban con gran espontaneidad y energía su juventud. Era un clamor confuso, pero expresaba sin lugar a ninguna duda el deseo profundo de una juventud que necesitaba vivir con alegría y esperanza.

Con el corazón lleno de gozo por las emociones vividas, con lento caminar se dirigieron hacia la zona de adultos, en la parte alta del campamento, junto al espacio reservado a quienes habían escogido permanecer en silencio durante toda su estancia. Finalmente llegó la hora del gran silencio nocturno, y bajo un cielo estrellado como sólo se puede ver lejos de las aglomeraciones urbanas, cada cual, lentamente, se fue retirando al interior de su tienda.


* * *


El día siguiente amaneció sereno. Había llovido durante la noche, y la hierba mojada desprendía un agradable olor que ayudaba a hacer más estimulante el aire fresco. Todo estaba en paz. Nadie daba muestras de tener ninguna prisa. Era evidente que se hallaba en otro mundo. Después del aseo personal y de ordenar la tienda se dirigieron a la iglesia para la plegaria de la mañana. Cuando ya tenían a la vista los centinelas con los carteles de ¡SILENCIO! empezaron a sonar las campanas, y no obstante haber llegado tan puntualmente, al entrar vieron que el templo estaba ya bastante lleno. Por los altavoces sonaba muy suavemente música barroca. Los allí reunidos permanecían en silencio. Quienes estaban en la puerta les habían dado el librito de cantos y las hojas con las lecturas en diversas lenguas, así que se sentaron en el suelo con recogimiento y esperaron. Al rato paró la música y empezaron a llegar los monjes, individualmente, como si cada cual acabase de dejar su tarea para acudir a la plegaria. Apareció también el Hermano Roger ayudado por otro hermano, como la noche anterior, y a poco empezaron los cantos, que se fueron sucediendo ininterrumpidamente, hasta que pararon para la lectura del evangelio. Un monje lo leyó en francés, luego otro en inglés, otro en alemán, otro en italiano y así sucesivamente en diversas lenguas. Después hubo un gran silencio, al final del cual se cantó el Padrenuestro. Luego la comunión. Su compañera participó en el ágape, según su costumbre, pero él se abstuvo, también según su costumbre. Hacía ya muchos años que había dejado de participar en aquel rito. Finalizada la eucaristía siguieron todavía varios cantos, acompañados instrumentalmente hasta que los monjes se retiraron. Luego, unos cantos más, como de propina, a capella, guiados por una voluntaria, más o menos como la noche anterior. Se quedaron hasta que se extinguió la última voz.

Al salir del templo el sol brillaba suavemente. Se dirigieron al lugar del desayuno que llegó precedido, como no, de un canto. Era maravillosa aquella omnipresencia de los cantos. Parecían estar sonando silenciosamente en el ambiente en cualquier actividad y en todo momento, por más que era en su mente donde resonaban debido al impacto emocional que habían causado. Es el gran poder emotivo de la música, casi mágico. No en vano se dice que es un arte que va directo al corazón.

Tras el desayuno llegó la hora de la reflexión bíblica. Los adultos se reunieron todos en una carpa, y un monje pidió el auxilio de traductores simultáneos, quienes con la ayuda de carteles agruparon al público por lenguas. Y tras un canto que inició el monje, empezó el estudio bíblico. No estaba él para sermones, de modo que dejando el grupo se dedicó a pasear y observar.

En las naves anexas a la de la iglesia había organizadas sesiones de estudio en las que se proponía a los jóvenes reflexionar sobre diversos temas de actualidad. También había pequeños grupos al aire libre, en diversos lugares del recinto. Le pareció una buena idea esa de poner por separado la reflexión y la plegaria, puesto que una y otra implican la actividad de distintas zonas del cerebro.

En todo cuanto vió, pudo observar una intencionada austeridad que reflejaba claramente que el modo de pensar que allí regía era muy distinto del que se daba en el entorno religioso que él conocía, donde se hacía un claro aprecio de la riqueza material. Lo primero que le llamó la atención fueron las paredes del templo de hormigón a vista, desprovistas de adornos e incluso de pintura. Y las persianas metálicas que separaban la nave principal del templo de las naves anexas que eran a su vez espacios polivalentes. Todo allí era rústico y sencillo, por más que cuidado con esmero. En el folleto informativo que les dieron en el momento de la acogida ya les advertían de esa vocación de pobreza de la comunidad de Taizé que les hacía renunciar a todo donativo o subvención, viniese de donde viniese. El monasterio era tan independiente económicamente como lo era de pensamiento y espíritu.

Tras el estudio, que duró más de una hora, diversas cuadrillas se ocuparon de las tareas de mantenimiento. Para quienes no formaban parte de ellas, que eran la mayoría, hubo un buen rato de tiempo libre antes de la oración del mediodía, a la que siguió el almuerzo. Luego una hora de ensayo de cantos, para quienes quisiesen, y después una sesión de trabajo, como de una hora, por grupos, para debatir temas propuestos en el estudio de la mañana. Y finalmente tiempo libre hasta la hora de la cena, a la cual seguiría la plegaria nocturna, ya conocida del día anterior.

Ese iba a ser, más o menos, el programa de aquella semana de permanencia en aquel remanso de paz. ¿Qué iba a sacar él de aquella estancia? En aquel momento ni siquiera lo sospechaba.


* * *


Aquella primera semana en Taizé fue un acercamiento a la plegaria después de muchos años de haberla abandonado. Pero aquella era una plegaria distinta de la que él había practicado durante una buena parte de su niñez y toda su juventud. Aquella plegaria no necesitaba un Dios que la escuchase, porque se escuchaba a sí misma. Hacía ya mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que Dios se mete mucho menos en las vidas de los humanos de lo que dice la tradición.

- ¡Dios te guarde!

- ¡Que Dios te bendiga!

- ¡No hagas eso, que Dios te va a castigar!

- (¡...!)

No pensaba que Dios fuese un inventor tan limitado como para tener que manejar manualmente su propia creación. Si hoy los ingenieros hacen máquinas que se autorregulan, ¿iba a ser Dios menos?

Conocía suficientemente su mundo interno, no en vano había pasado siete años de su vida asistiendo semanalmente a la consulta de un psicoanalista, y sabía que lo que fluía en su interior en aquel momento era pura emoción. Tan sólo tenía que cuidar de no borrar la huella de esas  emociones para que pudiesen influir en la configuración de esa nueva forma de contemplar la vida que andaba buscando. Le entusiasmaba la idea de encontrar un norte para su pensamiento, y entreveía que esa referencia podía estar en la esencia del espíritu cristiano. Pero no de ese cristianismo mágico en el que había sido educado, el cual tenía como finalidad su salvación eterna, sino un cristianismo humano, tal vez profético, como el del mismísimo Jesús, si es que el mismo término se puede aplicar a cosas tan distintas. Pero, ¿cómo alcanzar la esencia de ese espíritu cristiano? ¿Cómo impregnarse de ella?

Lo que estaba viviendo allí en Taizé le hacía intuir que ese proceso de impregnación interna pasaba por la plegaria, pero que ésta no bastaba. No pensaba que fuese suficiente con postrarse y cantar, puesto que también veía la atención que los hermanos de la comunidad ponían en la reflexión y el estudio de la realidad a la luz de la ética cristiana. Bueno, cristiana porque eran cristianos, pero si no, hubiese bastado con reflexionar a la luz de la ética. Ética humana, sin más. La pregunta que le venía entonces a la mente era: ¿qué le añade la religión al humanismo?

No era fácil la respuesta. Tal vez lo hubiera sido para un creyente, pero no para él. Y no obstante, la buscaba. Buscaba la respuesta con empeño, con verdadera obsesión, porque sentía necesidad de justificar aquella experiencia religiosa que estaba viviendo.

Pasaron los día rápidamente, y se acabó aquella breve pero intensa estancia de una semana. Había sido una experiencia maravillosa. Hacía mucho tiempo que había dejado de interrogarse sobre el fenómeno religioso, y en cambio ahora no paraba de hacerlo. Estaba convencido de que Taizé había abierto una nueva etapa en su vida. Intuía que aquellas vivencias iban a perdurar en su mente hasta el final de sus días, por más que no tenía ni la menor idea de cómo evolucionarían.

El día estaba claro. Lucía un sol suave pero luminoso. Recogieron todas sus cosas y empezaron a desmontar la tienda mientras a su alrededor se alzaban otras. Era evidente que la tarea no paraba en aquella comunidad, y por un momento pensó en la fortaleza de espíritu que se necesita para perseverar con ánimo y mantener el mismo nivel de ilusión una semana tras otra, sin pausas, sin domingos, sin fines de semana, sin vacaciones como las que les habían permitido a su compañera y a él llegar hasta allí y hacer este descubrimiento. Pensó que le gustaría probar si era capaz de quedarse un año entero en aquella comunidad. ¡Imposible! No invitaban a una estancia de más de una semana a mayores de treinta años.

Todo estaba ya a punto para partir. Puso el motor en marcha y hizo que el coche se deslizase suavemente hacia la explanada que servía de parking para la llegada. Pararon allí. Dejaron el coche y se fueron hasta el templo a despedirse de aquel espacio aparentemente mágico. No era hora de plegaria, pero ya habían terminado los equipos de limpieza, y el lugar estaba tranquilo. Apenas había luz, pero ya le eran familiares todos los rincones de aquella misteriosa caja de resonancia que tantas emociones le había transmitido durante aquellos siete días. Se postraron en la suave penumbra y durante un buen rato dejó fluir en su corazón una silenciosa plegaria.

Al salir del templo, la luz del sol hirió sus ojos. Con paso lento caminaron en silenco hasta el coche. Puso el motor en marcha y, lentamente, muy lentamente, como si no fuesen a parte alguna, descendieron de la colina y entraron de nuevo en el mundo.


* * *


Taizé fue un gran descubrimiento en su camino de búsqueda. Un extraño oasis de paz y de sinceridad que apareció de pronto en el desierto por donde transcurría su vida. Los cantos de Taizé fueron para él un excelente catalizador de emociones y sentimientos. Sus textos breves y repetitivos actuaban sobre su mente como un mantra, en tanto que la música llenaba de emoción el espacio y penetraba hasta lo más recóndito de su ser, impregnando todos los rincones de su alma como humo de incienso. La emoción crecía en su pecho a medida que avanzaba la plegaria, y casi cada mañana sus ojos acababan siendo vivas fuentes de las que brotaban imparables ríos de lágrimas. Permanecía postrado en el interior del templo ya casi vacío hasta que su compañera le recordaba dulcemente que otras actividades les estaban esperando, si antes no lo había hecho el ruido de las aspiradoras que manejaban los jóvenes del equipo de limpieza.

Fue al regresar de su primera estancia en aquel lugar insólito que había tomado la costumbre de orar diariamente. No tenía ganas de desandar lo andado en lo más hondo de su pensamiento a lo largo de su vida, y por eso de todo lo aprendido le sobraba incluso el Padrenuestro. ¿Qué hacer pues? ¿Cómo mantener viva en su mente la presencia de esa dimensión espiritual que tan claramente había percibido durante aquella intensa semana de retiro? Optó por postrarse y cantar para sí algunos de los cantos aprendidos. Había comprado allí un cantoral y un CD, pero no los usaba en el momento de su plegaria. En su tiempo libre se entretenía arreglando para piano algunos de sus cantos preferidos, y el CD lo oía mientras faenaba. Pero en su plegaria usaba tan sólo su memoria y su propia voz, ya que no se trataba de genenerar ningún goce estético sino de bucear en su propia alma, para lo cual era un obstáculo cualquier manipulación de objetos.

Contrariamente a lo que con aparente buena lógica pudiese esperarse, su posicionamiento agnóstico no era ningún obstáculo para su oración. Él no necesitaba creer que en lo alto del cielo había un Dios todopoderoso escuchando su plegaria. Ni todopoderoso, ni amoroso, ni clemente, ni justiciero, ni nada de todo cuanto había oído predicar de ese gran misterio al que las gentes religiosas de su entorno llamaban Dios. Bastantes necedades había oído ya para que encima él añadiese más. Esas ideas de Dios le parecían producto de la fantasía humana. Muy respetables, puesto que había a quienes les servían, pero puro disparate en su forma de ver. Le bastaba pensar que la mente humana funciona de modo que con nuestro pensamiento podemos modificar nuestros estados anímicos y a partir de ellos nuestra propia conducta. De ahí la utilidad de la plegaria. De ahí que él rogase aun cuando no atribuyese a la plegaria ningún valor mágico. No se sentía chamán ni brujo atrayendo sobre sí la gracia de ninguna fuerza sobrenatural. No hacía falta. Sin quitarle ni un ápice de valor a las distintas formas de plegaria de las muy diversas tradiciones religiosas, era razonable pensar que la oración es un modo de condicionar la mente de la persona rogante para obtener una determinada conducta. Tal era pues su plegaria de agnóstico, plegaria no obstante, sin lugar a dudas.


* * *


Con todo, la plegaria individual no le parecía suficiente. Tal vez lo hubiera sido si creyese en una vida en el más allá, en cuyo caso un tal individualismo podría estar justificado puesto que Dios iba a juzgarlo personalmente a él para premiarle o castigarle eternamente... Pero todo eso le parecía pura conjetura.  Él no esperaba encontrar ni un cielo ni un infierno después de muerto, porque estaba convencido de que ambos, cielo e infierno, los construimos los humanos con nuestros actos acá en la tierra. Por eso necesitaba un plegaria que le sirviese para vivir ahora, en el más acá, no en ese después que las religiones invitaban a esperar. Y es evidente que en el más acá no se vive solo. La vida es interrelación, y en ella abocamos todas nuestras creencias y todos nuestros sentimientos, puesto que para bien y para mal vivimos más con el corazón que con la cabeza.

Su estancia en Taizé le había hecho ver, por primera vez en su vida, el sentido de la plegaria colectiva. No se trataba de compartir creencias ni emociones, como en la religión tradicional, por más que con estas últimas siempre hay que contar en toda celebración que se precie. La plegaria conjunta le tenía sentido si era un ejercicio de comunión de almas en torno a un ideal humano, y la liturgia tenía que servir a ese fin. Y fuese como fuese, tuviese esa liturgia la forma que tuviese, su fin no podía ser otro que el de unir las almas en torno a ese ideal de fraternidad, de justicia, de igualdad y de amor, la definición del cual tenía que ser también un discurso humano universalizable, puesto que no había razón alguna que justificase un dictado divino en favor de nadie, ni pueblo, ni colectivo ni persona. «Haz como quieras que te hagan» tenía que ser la regla de oro, y daba igual si lo decía Kant, Jesús, Buda o un simple primate con corazón humano.

Y así fue como al regreso de su primera estancia en Taizé sintió una necesidad imperiosa de encontrar compañía para su nueva andadura espiritual. De modo que se lanzó a buscar con denuedo en su entorno un espacio de plegaria similar a aquel. Infructuosamente, claro está. Todo el territorio estaba copado por el catolicismo más confesional, y por más que hubiese también pequeñas salpicaduras de otras modalidades religiosas, estas tampoco le atraían porque eran tan confesionales como aquél. Visitó y escribió a curas y monjes conocidos, pero fue en vano. Parecía como si a los católicos lo que más les importase fuese dejar constancia de su catolicismo, ya que todas sus ceremonias y plegarias estaban impregnadas de confesionalidad y plagadas de creencias. ¿Sería que además de un lugar en el cielo buscaban también seguridad acá, en la tierra?


* * *


Tras mucho buscar y rebuscar, encontró en Barcelona un sitio donde se llevaba a cabo quincenalmente una plegaria a la manera de Taizé, con cantos, algún breve silencio y acompañamiento musical de guitarras y flautas. Pero no era lo mismo, por más que con el fin de darle espíritu ecuménico invitaban a veces a representantes de una Iglesia Ortodoxa Griega ubicada en la vecindad. Y por supuesto que le sobraba también la gran carga de magia religiosa que impregnaba el ambiente, la cual se manifestaba en mil detalles, pero de forma clara y abierta en las muchas plegarias de petición que brotaban como saetas en medio del silencio. Espíritu pedigüeño ese que casi siempre anima la plegaria católica, lógico en quien cree que tiene que camelarse a Dios para que le conceda lo que precisa, y que -¡cómo no!- estaba presente en aquellas plegarias colectivas por más que estas quisiesen adoptar la estética de Taizé. No le pareció que fuese como para entusiasmarse.

La plegaria de Taizé tenía una fuerza, un poder «magnético» que él no encontraba en el entorno religioso católico que le circundaba. ¿Dónde radicaba esa fuerza? ¿Serían los cantos? ¿El silencio? ¿El recogimiento? ¿No sería tal vez que la fuerza de la plegaria «en» Taizé radicaba en el ambiente de honestidad que se respiraba en todo cuanto allí se hacía? El trabajo abnegado de los monjes, la austeridad de su vida que se hacía extensiva a toda la población visitante, la acogedora calidez que presidía hasta el menor gesto...

Esta referencia a la honestidad le parecía un factor importante porque, ¿acaso no es honestidad lo que más exigimos en nuestras relaciones humanas? ¿Acaso no producen un rechazo natural y espontáneo el fraude y la falsedad? Y al llegar a este punto pasó por su memoria como un vendaval el recuerdo de las numerosos críticas que desde diversos posicionamientos humanos se hacían a la clerecía católica.

Sin duda alguna los cantos eran importantes en la plegaria de Taizé. Pero lo era más el hecho de que fuese todo el público quien llevase el peso de esos cantos. ¡Qué lejos estaba esto de aquellas misas de su juventud en las que ante los fieles en silencio el oficiante ofrecía a Dios Padre el sacrificio de la Sangre y el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, su Hijo bienamado, más o menos en plan bíblico, como en los tiempos de Abraham! Era casi seguro que el secreto de aquella fuerza tan grande que tomaba la plegaria en Taizé radicaba justamente en esa participación indiscriminada, en ese todos a una, en ese «Laudate omnes gentes» que resonaba con autoridad en todo y cada uno de los cantos por más que el texto fuese otro. Un solo canto en todos los cantos. Todas las voces en una sola voz. « ¡LAUDATE! ». Todos los corazones unidos en la paz y el amor, al servicio de todo el mundo, sin exclusión de nadie. ¡Ecumenismo auténtico! ¡Amor del bueno!


* * *


Este año su habitual peregrinación veraniega a Taizé fue muy distinta de todas las anteriores. A principio de julio había enviado un correo a su amigo Jaime invitándole a encontrarse allí si se daba el caso de que fuesen él y su mujer a dar una vuelta por algún rincón de Europa, algo a lo que le sabía muy aficionado. Viajero empedernido, hombre inquieto y europeísta de pro, solía empuñar el volante con cierta frecuencia y lanzarse a hacer kilómetros por el simple placer de visitar lugares que le eran significativos. De modo que no le pareció ningún disparate sugerirle que se instalase con su mujer en algún hotelito de las cercanías del monasterio y participasen de toda la actividad de la jornada durante uno o dos días. Casi seguro que iba a gustarles, especialmente a ella porque tenía entendido que era muy religiosa.

La idea le pareció bien a Jaime, y quedaron en encontarse en Cluny el miércoles diez de agosto por la noche. Y así sucedió, sólo que en lugar de su mujer, a quien no le apeteció el viaje, Jaime se llevó a un amigo, Javier, un hombre joven, muy inteligente y con una gran formación filosófica y religiosa, con quien Montse y él simpatizaron al instante.

Fue maravillosa ya la primera charla en la terraza de una modesta cafetería mientras los hambrientos recién llegados consumían una frugal cena y Montse y él, que ya habían cenado, los acompañaban con un té. La conversación era un puro atropello, y se quitaban la palabra uno a otro constantemente sin ningún reparo ni consideración, tal era el afecto que desde el primer instante ya daban por asumido. Se hizo tarde, la encargada de la cafetería dio discretas muestras de querer cerrar el establecimiento, de modo que quedaron para el día siguiente a las once en la recepción de Taizé.

Se encontraron en la entrada del monasterio, conforme habían acordado la noche anterior, y allí, en medio de todo aquel hervidero de jóvenes que sólo de verlo ya despertaba toda la energía de que dispone el organismo de quienes dejaron tiempo ha aquella hermosa etapa de la vida, empezó la tarea de ayudar discretamente a sus amigos a descubrir todo el encanto que encierra aquel recinto de paz y sosiego.

La primera cosa que hizo fue acompañarlos a la recepción donde un monje de habla hispana, portorriqueño de origen, les dio la bienvenida y les asignó una voluntaria también hispanoparlante para que les diese la carta de Taizé y las instrucciones de horarios y demás cosas prácticas. El hecho de que fuesen a estar tan sólo un día o dos no era motivo para omitir esta parte del ceremonial de recepción. Luego que estuvieron debidamente informados, se les suministró los tiques de la comida y cena, algo que les haría vivir bien de cerca aquel régimen de austeridad que a su juicio era básico en todo proceso de reflexión para quienes vivimos en este acomodado mundo occidental.

Al salir de la recepción las campanas anunciaban la oración de mediodía, de modo que se dirigieron al templo que ya estaba casi lleno. Entraron en él los cuatro cancionero en mano, Jaime confiando en su buena formación musical, Javier con muy buena disposición, y Montse y él como de costumbre. Eligieron un ángulo de una nave anexa al templo donde había algo parecido a un banco, puesto que era algo extraño a sus amigos eso de sentarse en el suelo para las celebraciones religiosas, y se dispusieron a entregarse a la catarsis emocional de los cantos.

Terminada la plegaria salieron del templo. Jaime silencioso, tal vez sorprendido por aquella forma inusual de plegaria. Javier, emocionado, no paraba de cantar las maravillas de cuanto veía y observaba. Y Montse y él acompañándoles con un discreto silencio.

Tras la frugal comida de campaña, una larga charla a la sombra acogedora de un frondoso árbol en la que los temas religiosos se mezclaban con los personales sin ningún reparo. El fluir de los sentimientos era uno de los primeros efectos de aquel mágico lugar que invitaba a dejar de lado los prejuicios y abrir de par en par el alma, no tan sólo en la intimidad del templo sino en cualquier momento y a la menor ocasión.

La conversación se prolongó largo rato. A media tarde se trasladaron los cuatro a Cormatin, a cinco km de donde estaban, en busca de hospedaje para Jaime y Javier a fin de completar los dos días que se habían propuesto permanecer en Taizé.


* * *


Los dos días de estancia previstos se convirtieron en cuatro, ya que salieron de Taizé el domingo a mediodía. El embrujo del lugar, la magia de cuanto allí acontecía ejercía un poder magnético difícil de soslayar. Recordaba él bien el deseo profundo que sintió después de su primera estancia durante bastante tiempo, prácticamente todo el curso, de permanecer el verano entero como voluntario, algo que no aceptan los monjes tratándose de alguien mayor de treinta años. ¿Por qué ese desprecio de la vejez? ¿Dónde encontrar una comunidad en la que las personas mayores pudiesen vivir activamente en ayuda mutua hasta el final de sus días? Esa era una idea que le acompañaría los años siguientes, un proyecto que veía conveniente en un mundo entregado al frenesí de un ritmo de vida juvenil. Hacían falta recintos a modo de monasterios para ancianos y ancianas en este mundo en el cual los avances de la ciencia médica prolongan cada vez más la vida, al tiempo que las exigencias económicas de producción y consumo desprecian cada vez más la vejez. ¿Cómo llevar a cabo un proyecto así?

El viaje de regreso incluyó una pausa, una visita a Avignon, la ciudad de los papas, y por supuesto a su famoso palacio fortaleza. ¡Qué idea religiosa tan distinta aquella! ¿Cómo es posible que alguien pueda hablar de una única Iglesia de Cristo? Habrá, pensaba él, una idea común en lo referente a mitos y creencias, pero de eso a decir que quienes las comparten viven el mismo espíritu cristiano de amor al prójimo... Y si no es en el amor al prójimo, ¿en qué se caracterizan los cristianos? «Un sólo mandato os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. En eso conocerán que sois...» No estaba muy seguro de como seguía la frase. Ni de si lo que recordaba estaba en una sola perícopa evangélica o si estaba juntando dos. Pero le daba igual; el centro de la doctrina de Jesús era el amor, de eso no tenía la menor duda. ¿Cómo, pues, había podido llegar a formarse esa Iglesia poderosa y dominadora que ha pervivido durante diez y siete siglos y que es la que todavía predomina? ¿Cómo los jerarcas de esa institución se las arreglan para convencer a sus fieles seguidores de que juntos siguen la doctrina del Crucificado?

Inevitablemente todos estos temas salieron en las apretadas conversaciones que tuvieron durante la cena y la larga velada nocturna a la que no pudo poner fin el cierre del café restaurante y se prolongó hasta avanzada la madruga, en voz muy baja, en la habitación de Jaime en el hotel, donde tenía su ordenador con una copiosa cantidad de material que sirvió para abundar en diversos temas. Le había sido muy provechosa la presencia de Jaime y Javier en esa quinta estancia suya en Taizé, no tan sólo en el orden de la amistad sino en el del pensamiento, ya que había sido un continuo estímulo para la reflexión y la puesta en común inmediata de lo pensado. Algo así como un minicongreso improvisado en torno a la religión y a la vida del alma.

Se imponía finalizar el viaje. El retorno era inevitable por más que las ganas de seguir aquella imprevista convivencia eran muchas, de modo que se despidieron ya por la noche. Decidieron no encontrarse para el desayuno de la mañana siguiente a fin de evitar la tentación de retrasar la partida hacia sus respectivos lugares de origen. Montse y él disponían de más tiempo que Jaime y Javier, y además su camino de regreso era más corto. Se prometieron, cómo no, un próximo encuentro en la primera ocasión que tuviesen, y por supuesto al verano siguiente en Taizé. Tras fuertes y emotivos abrazos, se fueron a sus respectivas habitaciones.

La mañana siguiente se presentó bajo un cielo claro, como acostumbra a ser en esa zona de la Provenza donde el continuo viento del Norte limpia de impurezas el aire. Después de un tranquilo y relajado desayuno dejaron el hotel y saliendo del recinto amurallado cruzaron el Ron en dirección a Barcelona. Cuando ya iban a entrar en la autopista lo pensaron mejor y tomaron la antigua ruta nacional. ¿Qué prisa tenían? Conduciendo a velocidad moderada, contemplando el suave paisaje provenzal, recordando tranquilamente anécdotas y momentos recién vividos... Y por encima de todo eso una luz, una idea que empezaba a estar clara en su mente en este quinto regreso de Taizé. Primero  que «pensar la religión desde la religión es encerrase en un círculo vicioso que puede ser nefasto». Y segundo, que «el crecimiento humano de las personas no debe someterse a ninguna idea religiosa, por más que estas, manejadas con el mayor respeto hacia la persona, puedan ser herramientas útiles».

Conducía despacio mientras estos y otros pensamientos pasaban por su mente. Presentía que a partir de entonces su inquietud religiosa iba a seguir por otros derroteros distintos de los experimentados hasta entonces, pero le daba igual. La Vida da lo que da, y hay que vivir con ello. Ahora estaban viajando juntos con un tiempo espléndido bajo un cielo claro y acogedor de modo que... A poco sintió que Montse le tomaba de la mano y, como solían hacer cada vez que iniciaban un trayecto largo, iniciaron una plegaria.

* Cábalas de un agnóstico - Capítulo IV
Escrito para TAMBO, foro de diálogo de KOINONIA, allá por diciembre de 2005.

Nunca fue publicado.



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