martes, 20 de septiembre de 2016

El silencio de la conciencia

Hay un asunto en la tierra más importante que Dios
y es que nadie escupa sangre pa’ que otro viva mejor.

(Atahualpa Yupanqui) [1]

Mucho se ha dicho y escrito sobre Dios a la hora de determinar conductas éticas. Identificar al Ser Supremo con el bien es lo recurrente en las tres grandes religiones del libro. No obstante, en nombre de ese Dios en el cual fundamentan sus principios, las tres sin excepción han protagonizado iniquidades de todo orden. ¿De qué les sirve, pues, esa creencia?

En diálogo epistolar sobre la ética preguntaba el Cardenal Martini a Umberto Eco [2] en qué basan la ética quienes no creen en Dios. Eco respondía que la base está en la consideración del otro y Vittorio Foa lo redondea diciendo “en cómo vivo en el mundo” [3]. “Dime cómo vives y te diré quién eres”, dice el refrán popular. Y también el lenguaje llano viene a dar respuesta a la gran pregunta del fundamento ético cuando califica de inhumanas las relaciones en las cuales se maltrata de modo inaceptable a alguien.

Nos viene esto a la cabeza tras las lecturas del escrito de Leonardo Boff titulado “Una santa que no creía en Dios”  [4] y el de Sergi Pujales “Dussel y los refugiados” [5]. Para Boff, hombre creyente, la conducta compasiva da testimonio de Dios aun cuando quien la siga no sea creyente. Para Dussel, el origen del mal arranca de la ignorancia del otro, de la desconsideración. Señala que pensadores admirados por la eurocéntrica intelectualidad de nuestro mundo actual sostuvieron principios de una inhumanidad tal que a cualquier ser humano mínimamente reflexivo los descalifica por completo. ¿Será que el mucho saber ahogó el pensar? ¿O será que la mente humana elabora el discurso que para su mayor bien el corazón le exige?

Que el pensamiento desvaríe en sus elucubraciones intelectuales no es nada nuevo, pero que en pleno siglo XXI el planeta tierra esté habitado por seres que tienen en su inmensa mayoría conductas extremadamente inhumanas, tales como las que señala Pujales en su escrito, por poner un ejemplo, es algo alarmante en grado sumo que está pidiendo a gritos una reflexión tanto personal como colectiva.

En opinión de quien esto escribe, no es el silencio de Dios lo que da lugar a la inhumana conducta del mundo actual sino que lo es el silencio de nuestras conciencias. Dios no había “muerto” todavía cuando las cruzadas medievales y las quemas de herejes dejaban huella en la historia de la humanidad. Dios sigue vivo todavía en muchos pueblos que pregonan su supremacía sobre los pueblos vecinos y creen en el derecho que esa superioridad les da a exterminarlos. Con todo el respeto que merecen las aportaciones que las distintas religiones han hecho a la humanidad, los hechos demuestran que el santo temor de Dios no basta para guiarnos hacia conductas verdaderamente humanas. Así lo da a entender el mismo Jesús de los evangelios cristianos en la parábola El Buen Samaritano. No son las creencias religiosas lo que lo mueven a aquel pagano a la compasión sino su buen corazón.

Llegado este punto no podemos sino preguntarnos: ¿qué es lo que ocurre en este mundo nuestro que anda tan descarrilado? ¿Qué hay y qué no hay en nuestro modo de vivir que sea causa de tanta inhumanidad?

Eduardo Galeano decía en una entrevista que le hicieron en Barcelona que cuando visitó las cuevas de Altamira pensó que si nuestros antepasados no hubiesen sido capaces de compartir caverna y comida la humanidad hubiese desaparecido. También Kropotkin participa de esa idea cuando dice que en sus investigaciones en Siberia observa que sobreviven las especies que colaboran, no las que compiten. ¿Cómo va a sobrevivir, pues, esta humanidad nuestra, esclava del pensamiento capitalista que lo basa todo en la competencia?

Competir para ser más que el otro, humillar al vencido para propia vanagloria, despreciar al más débil, ignorar a quien padece nuestra violencia para sacarlo de nuestra conciencia… Eso es lo que conlleva nuestro modo de vivir bajo la ideología capitalista que domina el mundo. Guerras de rapiña, desigualdad social extrema, violencia institucional de todo orden nos destruyen en la medida que destruyen nuestro sentimiento de pertenencia a la gran familia humana. En la medida que anteponen la victoria sobre los demás al cuidado que todo ser humano necesita. En la medida también que destruyen la aldea global que habitamos, equivalente hoy de la prehistórica caverna.

Dejemos ya de basar nuestra conducta en hipotéticas razones supremas y humanicémonos. Abandonemos nuestra soberbia y nuestros egoísmos. Abramos los ojos a la luz de los más elementales principios éticos compatibles por todo ser humano y despertemos nuestras conciencias. Hagamos como queremos que nos hagan. Tan solo así podremos recuperar una conducta colectiva que deje de precipitar la destrucción definitiva de nuestra especie. /PC


NOTAS

[1] Atahualpa Yupanqui, “Preguntitas sobre Dios”,

[2]  , ¿En qué creen los que no creen? Un dialogo sobre la ética., Ed. Temas de hoy, Madrid, 2005 [1996],


[4]  “Una santa que no creía en Dios”

[5]  “Dussel y los refugiados”


Publicado en ECUPRES

jueves, 15 de septiembre de 2016

Cambios personales y cambios estructurales


Cuando la opresión es un hecho, la resistencia es un deber. Y no vale decir “no va conmigo”, porque si contigo no va, irá con tus hijos y con los hijos de tus hijos y con los de tus nietos… Y así será hasta que alguien luche y venza.

Sabemos que la conducta humana depende en gran medida del entorno que habita. La capacidad de adaptación al medio, tanto natural como social, hace que la persona se moldee según convenga a su subsistencia. De ahí en buena medida los rasgos físicos y caracteriales propios de cada población, los cuales sin ser compartidos por todos los individuos lo son de la mayoría.

Quienes crecieron en entornos opresivos violentos suelen tener tendencia a rehuir el enfrentamiento, pues aprendieron que de hacerlo llevaban las de perder. Y ahí tenemos la lamentable herencia de las dictaduras: pueblos cobardes que en vez de unirse y enfrentarse huyen. Huyen físicamente, emigrando, exiliándose, renunciando a su patria y a su pueblo, cuando pueden. O bien huyen mentalmente, sometiéndose y embotando su conciencia mediante formas de pensar afines al pensamiento opresor y centrando todo su hacer en el beneficio propio con total indiferencia por el bien común.

Pero en toda sociedad hay individuos excepcionales. Aun en los medios más opresivos hay seres a quienes el poder no pudo doblegar. Personas capaces de seguir su propio criterio y romper con las normas que de forma tácita acata y sigue la mayoría. Ellas son la esperanza de los pueblos, las gestoras de los cambios necesarios para transformar la sociedad. Unos cambios sin los cuales la inercia seguiría adormeciendo las conciencias, cultivando la irresponsabilidad colectiva y arruinando finalmente el futuro de la sociedad entera.

La resistencia a la opresión no es inútil, por más que pudiese parecerlo al no dar logros inmediatos. La conducta humana se contagia. Conductas mueven conductas, despiertan mecanismos de emulación en quienes las contemplan. La gente se vuelve sumisa en un entorno sumiso y rebelde en uno rebelde. La admiración que despiertan quienes se atreven a hacer lo que nosotros no osamos es un estímulo que nos mueve a seguir su ejemplo. De ahí que lo más importante sea lo que hacemos, no lo que decimos. Nadie sigue a quien no camina. Y no se entienda lo de “caminar” en sentido literal sino el de avanzar en cualquiera de los órdenes de la vida: pensamiento, conducta…

Las libertades de que hemos gozado durante años han sido fruto de miles de resistencias acumuladas, pues como dice el refrán, “no se gano Zamora en una hora”. Y también lo son las pérdidas que de ellas estamos ahora sufriendo.

El poder opresor no bajó la guardia ni un solo día. Permaneció al acecho y fue configurando unas estructuras que acabaron generando las condiciones propicias para la embestida que ahora no sabemos como detener. Crearon estructuras económicas de dependencia absoluta en prácticamente todo el mundo. Apenas quedan ya países autosuficientes y con total autonomía alimentaria. El mercado mundial está en manos de grandes corporaciones mercantiles, las cuales controlan a gobiernos y tienen a su servicio ejércitos poderosísimos.

Nada escapa en el mundo al control de ese omnímodo poder. Nada, excepto algunos espíritus indómitos, los cuales pese a no poder eludir por completo la opresión, tienen capacidad para mantener libre su pensamiento y una buena parte de sus acciones.

Esos seres excepcionales, libres de pensamiento y corazón son la base de la resistencia. De que se unan y organicen depende que haya verdadera resistencia colectiva ante ese monstruo opresor. Una resistencia que tal vez no alcance a cambiar las poderosas estructuras que nos manipulan la mente, pero que bien puede ser la levadura que fermente en medio de la sociedad y contribuya a elaborar un nuevo pensamiento colectivo del cual puedan surgir verdaderos cambios estructurales que nos abran el camino hacia un mundo mejor.

Rememorando a Freire diremos que los cambios personales no cambiarán las estructuras opresoras, pero pueden dar lugar a cambios en el modo de pensar colectivo que bien pudieran llegar a cambiarlas.

No se empiezan las casas por el tejado sino por los cimientos, por la base, y es en esa base donde hay que poner la mayor atención y el mayor esfuerzo. Sin ella no se suben paredes que sustenten tejados, elementos necesarios para que se convierta en habitable un baldío.+ (PE)

(*) Barcelona, 1935. Maestro de Enseñanza Primaria Especialista en Educación Musical.

SN 0505/14

Publicado en ECUPRES el 05/05/2014