sábado, 10 de diciembre de 2005

A quienes suelen leer mis escritos *


Durante algún tiempo he ido "colgando" en esta lista algunas de las cábalas de mi buen amigo agnóstico, y la verdad es que tengo que reconocer que esas aportaciones mías no han movido pasiones, ni para bien ni para mal.

Con todo, no puedo decir que no las haya leído nadie, puesto que dos lectores se comunicaron directamente conmigo para pedirme las partes del capítulo que habían perdido y una lectora me invitó a marcharme "con la música a otra parte", algo que, como veis, no he hecho.

Pero no ocurrió así con algunos anteriores escritos míos, los cuales soliviantaron el ánimo de un buen número de gentes defensoras a ultranza de la institución madre que las cobija y de la jerarquía que la rige, y las lanzaron contra este hereje que osaba publicar sus opiniones en un lugar supuestamente reservado a la ortodoxia católica.

Bueno, ya se sabe que la religión suele tener ese punto guerrero. No hay más que ver como a lo largo de los siglos ha servido para justificar y aun promover guerras, desde los remotos tiempos bíblicos, pasando por el medioevo, hasta la más cercana para quienes vivimos en España, la insurrección guerrera del general Franco contra el gobierno de la República. Con la bendición esta última de la Iglesia Católica Apostólica Romana que se benefició de toda esa sangre derramada.

En fin, paradojas de la vida. Ya lo decían los ancianos cuando yo era niño: "¡vivir para ver!".

Pero este "ver" me lleva a intuir que en cierto modo a una buena parte del personal católico le va la pelea. Tanto es así, que incluso cuando las supuestas herejías no las decía yo sino un imaginario personaje que habita en mi mundo mental, nadie ha lanzado contra él ni contra mí sus anatemas, tal vez por no saber a ciencia cierta con quien enfrentarse, si con él o conmigo. Pero ha bastado una ligera y suave crítica a la jerarquía eclesiástica española por sus desmanes del 12-N madrileño para que rápidamente tuviese yo ocasión de responder a diversos escritos de variado tono que me han sido dirigidos.

Eso está bien, porque así nos vamos conociendo. No obstante, si ya tenía yo desde hace mucho tiempo motivos suficientes para desconfiar de las creencias religiosas, ahora tengo más. Porque por más que esa doctrina cristiana sirva para hacer entonar en casi todos los rincones del mundo occidental esos hermosos cantos navideños de "Noche de amor, noche de paz" que por estas fechas resuenan en los grandes almacenes y en calles donde hay comercio, no es capaz de despertar en los corazones de una buena parte de quienes la siguen un deseo de paz y diálogo suficientes como para no responder con ira cuando alguien manifiesta un pensamiento crítico a sus creencias fundamentales o a la institución que las gobierna.

Bien, de acuerdo nadie es perfecto, y como dicen que decía un engreído, «ni siquiera yo». Pero aceptando las imperfecciones de cada cual como acepto las mías pienso que sería interesante y posiblemente enriquecedor el intercambio de opiniones en este campo de la vida interior que, si no voy errado, debiera ser el contenido principal de la religión. De otro modo, a mí personalmente todo cuanto gira en torno al mundo religioso no me tendría el menor interés. Claro que yo no creo que en lo alto del cielo haya un Ser Supremo interactuando con la especie humana, y aun menos con cada individuo. Pero para quienes creen en el Cielo y el Infierno...

Bueno, eso del Infierno ya no porque, si no lo tengo mal entendido, Juan Pablo II lo clausuró solemnemente. Y pronto ni Limbo habrá, porque parece ser que el Espíritu Santo ya le anda soplando al oído al papa Benedicto XVI que desaloje cuanto antes ese espacio ideal. Habrá que ver qué hace con las cándidas almas que lo ocupan, a dónde las destina, si directo al Cielo o si las va a tener deambulando por el espacio infinito por los siglos de los siglos. Por cierto, ¿alguien puede decirme a dónde fueron a parar las del infierno? Igual me tropiezo cualquier día yo por ahí con alguna alma en pena y me da un soponcio.

Pues eso... Ya que todo cuanto concierne a la vida del espíritu despierta en mí un gran interés y me invita al diálogo, voy a partir de ahora a colgar en esta lista mis propias cábalas, no ya las de aquel imaginario personaje agnóstico que ya intentó sin éxito compartir algunas de la suyas sino las de este humano de carne y hueso y más cosas que soy yo. Tal vez así pueda seguir cruzando pareceres tan interesantes como algunos de los que he tenido ocasión de gozar ultimamente.

Y por hoy basta, que si es muy largo el escrito acaba no leyéndolo nadie.

Mi más cordial saludo

Pep  (O en plan más formal, Josep Castelló Ríos, como cada cual guste)


Escrito para TAMBO, foro de diálogo de KOINONIA, el año 2005, allá por el mes de diciembre.
Tras esta nota dejaron de publicar las que les envié. Es decir, que me echaron del foro.

jueves, 1 de diciembre de 2005

Taizé, un lugar insólito *


Corría el mes de julio y faltaba poco para que su compañera y él tomasen de nuevo, como en años anteriores, el camino de Taizé. Una vez más iban a gozar de aquella paz, aquellos cantos, aquellos silencios y aquella deseada austeridad que les llenaban de júbilo y de recuerdos que permanecían indelebles luego en su memoria. Muy posiblemente tendrían también ocasión de abrazar a amigos de años anteriores y de contemplarse un buen rato con el alma llena de gozo, tratando de comunicar con la expresión todo lo que no podían decir con palabras. Y verían también a algunos de quienes habían permanecido en contacto por correo, con quienes se abrazarían igualmente y dejarían que la proximidad superase ampliamente todo lo comunicado por escrito. Y a buen seguro que establecerían nuevos lazos de afecto que tal vez perdurasen como los anteriores... O tal vez no. Tal vez este año su estancia en Taizé sería muy distinta. Pero daba igual. Fuese como fuese, bendita fuere.

Hacía ya mucho tiempo que llegó a la conclusión de que uno de los mayores encantos de la vida era justamente su imprevisibilidad. Desde entonces se había esforzado en vivir con plenitud la contingencia, lúcidamente, aceptando contratiempos y golpes como el hierro acepta en la forja el martillo del herrero, procurando, eso sí, mantener su conciencia al rojo vivo para que no fuese en vano cuanto le sucediese. Por eso cada mañana, en su oración de agnóstico le pedía a la desconocida «Fuente de la Vida» fuerzas para aceptar con buen ánimo cuanto tuviese que vivir, y cada noche daba gracias por todo lo vivido, por lo bueno y por lo malo que le había sucedido, porque todo servía para irle construyendo.

Entre las muchas cosas imprevisibles que La Vida le había ofrecido estaba Taizé. Cuando recordaba cómo fue su descubrimiento se maravillaba y daba gracias a un tiempo. Claro que todo le había sucedido así durante toda su vida. Todo, absolutamente todo lo nuevo había devenido como por azar. Suponía que su vida también respondía a ese azar, ¿por qué no? ¿Podía alguien afirmar lo contrario?

Fue al comienzo del curso académico, cuando se reencontraron los docentes después de las vacaciones estivales. La superiora del colegio, una dominica, le dijo que acababa de regresar de Taizé, donde había estado con un grupo de jóvenes. Le habló de los cantos y le trajo unas partituras. Le explicó que era un monasterio actual en mitad de Francia, en la Borgoña, junto a Cluny, lo que fue el gran monasterio medieval. Allí el Hermano Roger y otras buenas gentes escondieron fugitivos de los nazis durante la ocupación alemana. Finalizada la guerra, él y algunos de sus colaboradores decidieron quedarse a vivir en comunidad, dedicados a la oración y a organizar allí periódicamente colonias de vacaciones para jóvenes franceses y alemanes, para que conociéndose se amasen y no volviesen jamás a guerrear. Se han mantenido siempre autónomos, sin depender económicamente de nadie, viviendo de su propio trabajo. No han aceptado nunca subvenciones ni donaciones, ni siquiera las herencias correspondientes a los hermanos que han ido ingresando en la comunidad, lo cual les ha permitido mantener incólume su libertad de pensamiento y acción.

Le pareció interesante esa historia de heroicos monjes salvadores, y los cantos eran hermosos. Sabía que de joven su compañera había asistido a un par de encuentros internacionales de los que organiza la comunidad de Taizé cada fin de año en una ciudad distinta, de modo que le propuso ir a conocer ese lugar al verano siguiente. Y allí fueron.


* * *


Al llegar encontraron una especie de gran campamento compuesto por sencillos edificios, barracones de madera y tiendas de campaña, con un templo en el centro, y una gran acitividad.  Una multitud de jóvenes con mochilas, guitarras, en numerosos grupos por doquier, de pie sentados en el suelo... y poquísimos adultos. La primera impresión que tuvieron fue que habían terminado sus vacaciones de docentes y estaban de nuevo en la escuela. Se miraron atónitos.

- ¡Dios mío! ¡Hemos vuelto al cole!

Luego, siguiendo las indicaciones que amablemente les dieron en la acogida, descubrieron que en un rincón de aquel inmenso campamento había una zona destinada a los adultos, algo que ya empezaba a ser tranquilizador. Eligieron un lugar sobre la hierba y se aprestaron a instalar la tienda. Poco después de dejarlo todo en condiciones para su acampada de una semana se dispusieron a hacer un breve reconocimiento de la zona, pero una hermosa combinación de sonidos procedente del carillón de campanas situado cerca de la entrada del recinto les anunciaba la plegaria nocturna.

El templo fue otra sorpresa. Una gran nave enmoquetada sin asientos, con unas amplias zonas delimitadas por estrechos pasillos señalados con cinta adhesiva blanca, donde jóvenes acomodadores les invitaban a sentarse, mediante silenciosos gestos. El silencio era impresionante por inusual en un espacio que rápidamente se iba llenando a rebosar de jóvenes. Un grupo de callados centinelas lo habían pedido ya frente a la puerta sosteniendo grandes carteles blancos en diversas lenguas.

Poco a poco fueron apareciendo los monjes, que se arrodillaron en silencio formando una doble hilera en mitad de la nave. Al final llegó el Hermano Roger, ayudado en su andar por otro hermano y se sentó en una silla sin respaldo en lo alto del pasillo. Sonó un acorde. Un monje inició el canto y, como si una sola voz hubiera, todo el público le siguió, cantoral en mano, a cuatro voces. Una estrofa como de ocho compases que se repetía como un mantra sobre la que el monje solista contrapunteaba otros versos. A aquel canto le siguió otro, y luego otro, y otro, cada uno en una lengua distinta, alguna de ellas desconocida su existencia por él hasta aquel momento. Y finalmente un silencio. Un silencio largo y profundo. Tiempo para la introspección, o para la plegaria personal, o para el propio silencio... Después de un largo rato se reanudaron los cantos. Finalmente los monjes se levantaron y empezaron a retirarse. Dos de ellos acompañaron al Hermano Roger hacia un lateral de la nave hacia el cual se dirigieron numerosos jóvenes para recibir su bendición. Otros monjes se quedaron de pie en diversos lugares del templo a la espera de jóvenes que quisiesen comunicarles algo. Entretanto los cantos seguían, ahora ya a capella, guiadas por la voz de un monje y de una voluntaria. Voces bellísimas, entonaciones perfectas... Simplemente maravilloso.

Al salir del templo, ya de noche, pudieron oir otros cantos, lejanos, provenientes de la zona de recreo en la que los jóvenes manifestaban con gran espontaneidad y energía su juventud. Era un clamor confuso, pero expresaba sin lugar a ninguna duda el deseo profundo de una juventud que necesitaba vivir con alegría y esperanza.

Con el corazón lleno de gozo por las emociones vividas, con lento caminar se dirigieron hacia la zona de adultos, en la parte alta del campamento, junto al espacio reservado a quienes habían escogido permanecer en silencio durante toda su estancia. Finalmente llegó la hora del gran silencio nocturno, y bajo un cielo estrellado como sólo se puede ver lejos de las aglomeraciones urbanas, cada cual, lentamente, se fue retirando al interior de su tienda.


* * *


El día siguiente amaneció sereno. Había llovido durante la noche, y la hierba mojada desprendía un agradable olor que ayudaba a hacer más estimulante el aire fresco. Todo estaba en paz. Nadie daba muestras de tener ninguna prisa. Era evidente que se hallaba en otro mundo. Después del aseo personal y de ordenar la tienda se dirigieron a la iglesia para la plegaria de la mañana. Cuando ya tenían a la vista los centinelas con los carteles de ¡SILENCIO! empezaron a sonar las campanas, y no obstante haber llegado tan puntualmente, al entrar vieron que el templo estaba ya bastante lleno. Por los altavoces sonaba muy suavemente música barroca. Los allí reunidos permanecían en silencio. Quienes estaban en la puerta les habían dado el librito de cantos y las hojas con las lecturas en diversas lenguas, así que se sentaron en el suelo con recogimiento y esperaron. Al rato paró la música y empezaron a llegar los monjes, individualmente, como si cada cual acabase de dejar su tarea para acudir a la plegaria. Apareció también el Hermano Roger ayudado por otro hermano, como la noche anterior, y a poco empezaron los cantos, que se fueron sucediendo ininterrumpidamente, hasta que pararon para la lectura del evangelio. Un monje lo leyó en francés, luego otro en inglés, otro en alemán, otro en italiano y así sucesivamente en diversas lenguas. Después hubo un gran silencio, al final del cual se cantó el Padrenuestro. Luego la comunión. Su compañera participó en el ágape, según su costumbre, pero él se abstuvo, también según su costumbre. Hacía ya muchos años que había dejado de participar en aquel rito. Finalizada la eucaristía siguieron todavía varios cantos, acompañados instrumentalmente hasta que los monjes se retiraron. Luego, unos cantos más, como de propina, a capella, guiados por una voluntaria, más o menos como la noche anterior. Se quedaron hasta que se extinguió la última voz.

Al salir del templo el sol brillaba suavemente. Se dirigieron al lugar del desayuno que llegó precedido, como no, de un canto. Era maravillosa aquella omnipresencia de los cantos. Parecían estar sonando silenciosamente en el ambiente en cualquier actividad y en todo momento, por más que era en su mente donde resonaban debido al impacto emocional que habían causado. Es el gran poder emotivo de la música, casi mágico. No en vano se dice que es un arte que va directo al corazón.

Tras el desayuno llegó la hora de la reflexión bíblica. Los adultos se reunieron todos en una carpa, y un monje pidió el auxilio de traductores simultáneos, quienes con la ayuda de carteles agruparon al público por lenguas. Y tras un canto que inició el monje, empezó el estudio bíblico. No estaba él para sermones, de modo que dejando el grupo se dedicó a pasear y observar.

En las naves anexas a la de la iglesia había organizadas sesiones de estudio en las que se proponía a los jóvenes reflexionar sobre diversos temas de actualidad. También había pequeños grupos al aire libre, en diversos lugares del recinto. Le pareció una buena idea esa de poner por separado la reflexión y la plegaria, puesto que una y otra implican la actividad de distintas zonas del cerebro.

En todo cuanto vió, pudo observar una intencionada austeridad que reflejaba claramente que el modo de pensar que allí regía era muy distinto del que se daba en el entorno religioso que él conocía, donde se hacía un claro aprecio de la riqueza material. Lo primero que le llamó la atención fueron las paredes del templo de hormigón a vista, desprovistas de adornos e incluso de pintura. Y las persianas metálicas que separaban la nave principal del templo de las naves anexas que eran a su vez espacios polivalentes. Todo allí era rústico y sencillo, por más que cuidado con esmero. En el folleto informativo que les dieron en el momento de la acogida ya les advertían de esa vocación de pobreza de la comunidad de Taizé que les hacía renunciar a todo donativo o subvención, viniese de donde viniese. El monasterio era tan independiente económicamente como lo era de pensamiento y espíritu.

Tras el estudio, que duró más de una hora, diversas cuadrillas se ocuparon de las tareas de mantenimiento. Para quienes no formaban parte de ellas, que eran la mayoría, hubo un buen rato de tiempo libre antes de la oración del mediodía, a la que siguió el almuerzo. Luego una hora de ensayo de cantos, para quienes quisiesen, y después una sesión de trabajo, como de una hora, por grupos, para debatir temas propuestos en el estudio de la mañana. Y finalmente tiempo libre hasta la hora de la cena, a la cual seguiría la plegaria nocturna, ya conocida del día anterior.

Ese iba a ser, más o menos, el programa de aquella semana de permanencia en aquel remanso de paz. ¿Qué iba a sacar él de aquella estancia? En aquel momento ni siquiera lo sospechaba.


* * *


Aquella primera semana en Taizé fue un acercamiento a la plegaria después de muchos años de haberla abandonado. Pero aquella era una plegaria distinta de la que él había practicado durante una buena parte de su niñez y toda su juventud. Aquella plegaria no necesitaba un Dios que la escuchase, porque se escuchaba a sí misma. Hacía ya mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que Dios se mete mucho menos en las vidas de los humanos de lo que dice la tradición.

- ¡Dios te guarde!

- ¡Que Dios te bendiga!

- ¡No hagas eso, que Dios te va a castigar!

- (¡...!)

No pensaba que Dios fuese un inventor tan limitado como para tener que manejar manualmente su propia creación. Si hoy los ingenieros hacen máquinas que se autorregulan, ¿iba a ser Dios menos?

Conocía suficientemente su mundo interno, no en vano había pasado siete años de su vida asistiendo semanalmente a la consulta de un psicoanalista, y sabía que lo que fluía en su interior en aquel momento era pura emoción. Tan sólo tenía que cuidar de no borrar la huella de esas  emociones para que pudiesen influir en la configuración de esa nueva forma de contemplar la vida que andaba buscando. Le entusiasmaba la idea de encontrar un norte para su pensamiento, y entreveía que esa referencia podía estar en la esencia del espíritu cristiano. Pero no de ese cristianismo mágico en el que había sido educado, el cual tenía como finalidad su salvación eterna, sino un cristianismo humano, tal vez profético, como el del mismísimo Jesús, si es que el mismo término se puede aplicar a cosas tan distintas. Pero, ¿cómo alcanzar la esencia de ese espíritu cristiano? ¿Cómo impregnarse de ella?

Lo que estaba viviendo allí en Taizé le hacía intuir que ese proceso de impregnación interna pasaba por la plegaria, pero que ésta no bastaba. No pensaba que fuese suficiente con postrarse y cantar, puesto que también veía la atención que los hermanos de la comunidad ponían en la reflexión y el estudio de la realidad a la luz de la ética cristiana. Bueno, cristiana porque eran cristianos, pero si no, hubiese bastado con reflexionar a la luz de la ética. Ética humana, sin más. La pregunta que le venía entonces a la mente era: ¿qué le añade la religión al humanismo?

No era fácil la respuesta. Tal vez lo hubiera sido para un creyente, pero no para él. Y no obstante, la buscaba. Buscaba la respuesta con empeño, con verdadera obsesión, porque sentía necesidad de justificar aquella experiencia religiosa que estaba viviendo.

Pasaron los día rápidamente, y se acabó aquella breve pero intensa estancia de una semana. Había sido una experiencia maravillosa. Hacía mucho tiempo que había dejado de interrogarse sobre el fenómeno religioso, y en cambio ahora no paraba de hacerlo. Estaba convencido de que Taizé había abierto una nueva etapa en su vida. Intuía que aquellas vivencias iban a perdurar en su mente hasta el final de sus días, por más que no tenía ni la menor idea de cómo evolucionarían.

El día estaba claro. Lucía un sol suave pero luminoso. Recogieron todas sus cosas y empezaron a desmontar la tienda mientras a su alrededor se alzaban otras. Era evidente que la tarea no paraba en aquella comunidad, y por un momento pensó en la fortaleza de espíritu que se necesita para perseverar con ánimo y mantener el mismo nivel de ilusión una semana tras otra, sin pausas, sin domingos, sin fines de semana, sin vacaciones como las que les habían permitido a su compañera y a él llegar hasta allí y hacer este descubrimiento. Pensó que le gustaría probar si era capaz de quedarse un año entero en aquella comunidad. ¡Imposible! No invitaban a una estancia de más de una semana a mayores de treinta años.

Todo estaba ya a punto para partir. Puso el motor en marcha y hizo que el coche se deslizase suavemente hacia la explanada que servía de parking para la llegada. Pararon allí. Dejaron el coche y se fueron hasta el templo a despedirse de aquel espacio aparentemente mágico. No era hora de plegaria, pero ya habían terminado los equipos de limpieza, y el lugar estaba tranquilo. Apenas había luz, pero ya le eran familiares todos los rincones de aquella misteriosa caja de resonancia que tantas emociones le había transmitido durante aquellos siete días. Se postraron en la suave penumbra y durante un buen rato dejó fluir en su corazón una silenciosa plegaria.

Al salir del templo, la luz del sol hirió sus ojos. Con paso lento caminaron en silenco hasta el coche. Puso el motor en marcha y, lentamente, muy lentamente, como si no fuesen a parte alguna, descendieron de la colina y entraron de nuevo en el mundo.


* * *


Taizé fue un gran descubrimiento en su camino de búsqueda. Un extraño oasis de paz y de sinceridad que apareció de pronto en el desierto por donde transcurría su vida. Los cantos de Taizé fueron para él un excelente catalizador de emociones y sentimientos. Sus textos breves y repetitivos actuaban sobre su mente como un mantra, en tanto que la música llenaba de emoción el espacio y penetraba hasta lo más recóndito de su ser, impregnando todos los rincones de su alma como humo de incienso. La emoción crecía en su pecho a medida que avanzaba la plegaria, y casi cada mañana sus ojos acababan siendo vivas fuentes de las que brotaban imparables ríos de lágrimas. Permanecía postrado en el interior del templo ya casi vacío hasta que su compañera le recordaba dulcemente que otras actividades les estaban esperando, si antes no lo había hecho el ruido de las aspiradoras que manejaban los jóvenes del equipo de limpieza.

Fue al regresar de su primera estancia en aquel lugar insólito que había tomado la costumbre de orar diariamente. No tenía ganas de desandar lo andado en lo más hondo de su pensamiento a lo largo de su vida, y por eso de todo lo aprendido le sobraba incluso el Padrenuestro. ¿Qué hacer pues? ¿Cómo mantener viva en su mente la presencia de esa dimensión espiritual que tan claramente había percibido durante aquella intensa semana de retiro? Optó por postrarse y cantar para sí algunos de los cantos aprendidos. Había comprado allí un cantoral y un CD, pero no los usaba en el momento de su plegaria. En su tiempo libre se entretenía arreglando para piano algunos de sus cantos preferidos, y el CD lo oía mientras faenaba. Pero en su plegaria usaba tan sólo su memoria y su propia voz, ya que no se trataba de genenerar ningún goce estético sino de bucear en su propia alma, para lo cual era un obstáculo cualquier manipulación de objetos.

Contrariamente a lo que con aparente buena lógica pudiese esperarse, su posicionamiento agnóstico no era ningún obstáculo para su oración. Él no necesitaba creer que en lo alto del cielo había un Dios todopoderoso escuchando su plegaria. Ni todopoderoso, ni amoroso, ni clemente, ni justiciero, ni nada de todo cuanto había oído predicar de ese gran misterio al que las gentes religiosas de su entorno llamaban Dios. Bastantes necedades había oído ya para que encima él añadiese más. Esas ideas de Dios le parecían producto de la fantasía humana. Muy respetables, puesto que había a quienes les servían, pero puro disparate en su forma de ver. Le bastaba pensar que la mente humana funciona de modo que con nuestro pensamiento podemos modificar nuestros estados anímicos y a partir de ellos nuestra propia conducta. De ahí la utilidad de la plegaria. De ahí que él rogase aun cuando no atribuyese a la plegaria ningún valor mágico. No se sentía chamán ni brujo atrayendo sobre sí la gracia de ninguna fuerza sobrenatural. No hacía falta. Sin quitarle ni un ápice de valor a las distintas formas de plegaria de las muy diversas tradiciones religiosas, era razonable pensar que la oración es un modo de condicionar la mente de la persona rogante para obtener una determinada conducta. Tal era pues su plegaria de agnóstico, plegaria no obstante, sin lugar a dudas.


* * *


Con todo, la plegaria individual no le parecía suficiente. Tal vez lo hubiera sido si creyese en una vida en el más allá, en cuyo caso un tal individualismo podría estar justificado puesto que Dios iba a juzgarlo personalmente a él para premiarle o castigarle eternamente... Pero todo eso le parecía pura conjetura.  Él no esperaba encontrar ni un cielo ni un infierno después de muerto, porque estaba convencido de que ambos, cielo e infierno, los construimos los humanos con nuestros actos acá en la tierra. Por eso necesitaba un plegaria que le sirviese para vivir ahora, en el más acá, no en ese después que las religiones invitaban a esperar. Y es evidente que en el más acá no se vive solo. La vida es interrelación, y en ella abocamos todas nuestras creencias y todos nuestros sentimientos, puesto que para bien y para mal vivimos más con el corazón que con la cabeza.

Su estancia en Taizé le había hecho ver, por primera vez en su vida, el sentido de la plegaria colectiva. No se trataba de compartir creencias ni emociones, como en la religión tradicional, por más que con estas últimas siempre hay que contar en toda celebración que se precie. La plegaria conjunta le tenía sentido si era un ejercicio de comunión de almas en torno a un ideal humano, y la liturgia tenía que servir a ese fin. Y fuese como fuese, tuviese esa liturgia la forma que tuviese, su fin no podía ser otro que el de unir las almas en torno a ese ideal de fraternidad, de justicia, de igualdad y de amor, la definición del cual tenía que ser también un discurso humano universalizable, puesto que no había razón alguna que justificase un dictado divino en favor de nadie, ni pueblo, ni colectivo ni persona. «Haz como quieras que te hagan» tenía que ser la regla de oro, y daba igual si lo decía Kant, Jesús, Buda o un simple primate con corazón humano.

Y así fue como al regreso de su primera estancia en Taizé sintió una necesidad imperiosa de encontrar compañía para su nueva andadura espiritual. De modo que se lanzó a buscar con denuedo en su entorno un espacio de plegaria similar a aquel. Infructuosamente, claro está. Todo el territorio estaba copado por el catolicismo más confesional, y por más que hubiese también pequeñas salpicaduras de otras modalidades religiosas, estas tampoco le atraían porque eran tan confesionales como aquél. Visitó y escribió a curas y monjes conocidos, pero fue en vano. Parecía como si a los católicos lo que más les importase fuese dejar constancia de su catolicismo, ya que todas sus ceremonias y plegarias estaban impregnadas de confesionalidad y plagadas de creencias. ¿Sería que además de un lugar en el cielo buscaban también seguridad acá, en la tierra?


* * *


Tras mucho buscar y rebuscar, encontró en Barcelona un sitio donde se llevaba a cabo quincenalmente una plegaria a la manera de Taizé, con cantos, algún breve silencio y acompañamiento musical de guitarras y flautas. Pero no era lo mismo, por más que con el fin de darle espíritu ecuménico invitaban a veces a representantes de una Iglesia Ortodoxa Griega ubicada en la vecindad. Y por supuesto que le sobraba también la gran carga de magia religiosa que impregnaba el ambiente, la cual se manifestaba en mil detalles, pero de forma clara y abierta en las muchas plegarias de petición que brotaban como saetas en medio del silencio. Espíritu pedigüeño ese que casi siempre anima la plegaria católica, lógico en quien cree que tiene que camelarse a Dios para que le conceda lo que precisa, y que -¡cómo no!- estaba presente en aquellas plegarias colectivas por más que estas quisiesen adoptar la estética de Taizé. No le pareció que fuese como para entusiasmarse.

La plegaria de Taizé tenía una fuerza, un poder «magnético» que él no encontraba en el entorno religioso católico que le circundaba. ¿Dónde radicaba esa fuerza? ¿Serían los cantos? ¿El silencio? ¿El recogimiento? ¿No sería tal vez que la fuerza de la plegaria «en» Taizé radicaba en el ambiente de honestidad que se respiraba en todo cuanto allí se hacía? El trabajo abnegado de los monjes, la austeridad de su vida que se hacía extensiva a toda la población visitante, la acogedora calidez que presidía hasta el menor gesto...

Esta referencia a la honestidad le parecía un factor importante porque, ¿acaso no es honestidad lo que más exigimos en nuestras relaciones humanas? ¿Acaso no producen un rechazo natural y espontáneo el fraude y la falsedad? Y al llegar a este punto pasó por su memoria como un vendaval el recuerdo de las numerosos críticas que desde diversos posicionamientos humanos se hacían a la clerecía católica.

Sin duda alguna los cantos eran importantes en la plegaria de Taizé. Pero lo era más el hecho de que fuese todo el público quien llevase el peso de esos cantos. ¡Qué lejos estaba esto de aquellas misas de su juventud en las que ante los fieles en silencio el oficiante ofrecía a Dios Padre el sacrificio de la Sangre y el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, su Hijo bienamado, más o menos en plan bíblico, como en los tiempos de Abraham! Era casi seguro que el secreto de aquella fuerza tan grande que tomaba la plegaria en Taizé radicaba justamente en esa participación indiscriminada, en ese todos a una, en ese «Laudate omnes gentes» que resonaba con autoridad en todo y cada uno de los cantos por más que el texto fuese otro. Un solo canto en todos los cantos. Todas las voces en una sola voz. « ¡LAUDATE! ». Todos los corazones unidos en la paz y el amor, al servicio de todo el mundo, sin exclusión de nadie. ¡Ecumenismo auténtico! ¡Amor del bueno!


* * *


Este año su habitual peregrinación veraniega a Taizé fue muy distinta de todas las anteriores. A principio de julio había enviado un correo a su amigo Jaime invitándole a encontrarse allí si se daba el caso de que fuesen él y su mujer a dar una vuelta por algún rincón de Europa, algo a lo que le sabía muy aficionado. Viajero empedernido, hombre inquieto y europeísta de pro, solía empuñar el volante con cierta frecuencia y lanzarse a hacer kilómetros por el simple placer de visitar lugares que le eran significativos. De modo que no le pareció ningún disparate sugerirle que se instalase con su mujer en algún hotelito de las cercanías del monasterio y participasen de toda la actividad de la jornada durante uno o dos días. Casi seguro que iba a gustarles, especialmente a ella porque tenía entendido que era muy religiosa.

La idea le pareció bien a Jaime, y quedaron en encontarse en Cluny el miércoles diez de agosto por la noche. Y así sucedió, sólo que en lugar de su mujer, a quien no le apeteció el viaje, Jaime se llevó a un amigo, Javier, un hombre joven, muy inteligente y con una gran formación filosófica y religiosa, con quien Montse y él simpatizaron al instante.

Fue maravillosa ya la primera charla en la terraza de una modesta cafetería mientras los hambrientos recién llegados consumían una frugal cena y Montse y él, que ya habían cenado, los acompañaban con un té. La conversación era un puro atropello, y se quitaban la palabra uno a otro constantemente sin ningún reparo ni consideración, tal era el afecto que desde el primer instante ya daban por asumido. Se hizo tarde, la encargada de la cafetería dio discretas muestras de querer cerrar el establecimiento, de modo que quedaron para el día siguiente a las once en la recepción de Taizé.

Se encontraron en la entrada del monasterio, conforme habían acordado la noche anterior, y allí, en medio de todo aquel hervidero de jóvenes que sólo de verlo ya despertaba toda la energía de que dispone el organismo de quienes dejaron tiempo ha aquella hermosa etapa de la vida, empezó la tarea de ayudar discretamente a sus amigos a descubrir todo el encanto que encierra aquel recinto de paz y sosiego.

La primera cosa que hizo fue acompañarlos a la recepción donde un monje de habla hispana, portorriqueño de origen, les dio la bienvenida y les asignó una voluntaria también hispanoparlante para que les diese la carta de Taizé y las instrucciones de horarios y demás cosas prácticas. El hecho de que fuesen a estar tan sólo un día o dos no era motivo para omitir esta parte del ceremonial de recepción. Luego que estuvieron debidamente informados, se les suministró los tiques de la comida y cena, algo que les haría vivir bien de cerca aquel régimen de austeridad que a su juicio era básico en todo proceso de reflexión para quienes vivimos en este acomodado mundo occidental.

Al salir de la recepción las campanas anunciaban la oración de mediodía, de modo que se dirigieron al templo que ya estaba casi lleno. Entraron en él los cuatro cancionero en mano, Jaime confiando en su buena formación musical, Javier con muy buena disposición, y Montse y él como de costumbre. Eligieron un ángulo de una nave anexa al templo donde había algo parecido a un banco, puesto que era algo extraño a sus amigos eso de sentarse en el suelo para las celebraciones religiosas, y se dispusieron a entregarse a la catarsis emocional de los cantos.

Terminada la plegaria salieron del templo. Jaime silencioso, tal vez sorprendido por aquella forma inusual de plegaria. Javier, emocionado, no paraba de cantar las maravillas de cuanto veía y observaba. Y Montse y él acompañándoles con un discreto silencio.

Tras la frugal comida de campaña, una larga charla a la sombra acogedora de un frondoso árbol en la que los temas religiosos se mezclaban con los personales sin ningún reparo. El fluir de los sentimientos era uno de los primeros efectos de aquel mágico lugar que invitaba a dejar de lado los prejuicios y abrir de par en par el alma, no tan sólo en la intimidad del templo sino en cualquier momento y a la menor ocasión.

La conversación se prolongó largo rato. A media tarde se trasladaron los cuatro a Cormatin, a cinco km de donde estaban, en busca de hospedaje para Jaime y Javier a fin de completar los dos días que se habían propuesto permanecer en Taizé.


* * *


Los dos días de estancia previstos se convirtieron en cuatro, ya que salieron de Taizé el domingo a mediodía. El embrujo del lugar, la magia de cuanto allí acontecía ejercía un poder magnético difícil de soslayar. Recordaba él bien el deseo profundo que sintió después de su primera estancia durante bastante tiempo, prácticamente todo el curso, de permanecer el verano entero como voluntario, algo que no aceptan los monjes tratándose de alguien mayor de treinta años. ¿Por qué ese desprecio de la vejez? ¿Dónde encontrar una comunidad en la que las personas mayores pudiesen vivir activamente en ayuda mutua hasta el final de sus días? Esa era una idea que le acompañaría los años siguientes, un proyecto que veía conveniente en un mundo entregado al frenesí de un ritmo de vida juvenil. Hacían falta recintos a modo de monasterios para ancianos y ancianas en este mundo en el cual los avances de la ciencia médica prolongan cada vez más la vida, al tiempo que las exigencias económicas de producción y consumo desprecian cada vez más la vejez. ¿Cómo llevar a cabo un proyecto así?

El viaje de regreso incluyó una pausa, una visita a Avignon, la ciudad de los papas, y por supuesto a su famoso palacio fortaleza. ¡Qué idea religiosa tan distinta aquella! ¿Cómo es posible que alguien pueda hablar de una única Iglesia de Cristo? Habrá, pensaba él, una idea común en lo referente a mitos y creencias, pero de eso a decir que quienes las comparten viven el mismo espíritu cristiano de amor al prójimo... Y si no es en el amor al prójimo, ¿en qué se caracterizan los cristianos? «Un sólo mandato os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. En eso conocerán que sois...» No estaba muy seguro de como seguía la frase. Ni de si lo que recordaba estaba en una sola perícopa evangélica o si estaba juntando dos. Pero le daba igual; el centro de la doctrina de Jesús era el amor, de eso no tenía la menor duda. ¿Cómo, pues, había podido llegar a formarse esa Iglesia poderosa y dominadora que ha pervivido durante diez y siete siglos y que es la que todavía predomina? ¿Cómo los jerarcas de esa institución se las arreglan para convencer a sus fieles seguidores de que juntos siguen la doctrina del Crucificado?

Inevitablemente todos estos temas salieron en las apretadas conversaciones que tuvieron durante la cena y la larga velada nocturna a la que no pudo poner fin el cierre del café restaurante y se prolongó hasta avanzada la madruga, en voz muy baja, en la habitación de Jaime en el hotel, donde tenía su ordenador con una copiosa cantidad de material que sirvió para abundar en diversos temas. Le había sido muy provechosa la presencia de Jaime y Javier en esa quinta estancia suya en Taizé, no tan sólo en el orden de la amistad sino en el del pensamiento, ya que había sido un continuo estímulo para la reflexión y la puesta en común inmediata de lo pensado. Algo así como un minicongreso improvisado en torno a la religión y a la vida del alma.

Se imponía finalizar el viaje. El retorno era inevitable por más que las ganas de seguir aquella imprevista convivencia eran muchas, de modo que se despidieron ya por la noche. Decidieron no encontrarse para el desayuno de la mañana siguiente a fin de evitar la tentación de retrasar la partida hacia sus respectivos lugares de origen. Montse y él disponían de más tiempo que Jaime y Javier, y además su camino de regreso era más corto. Se prometieron, cómo no, un próximo encuentro en la primera ocasión que tuviesen, y por supuesto al verano siguiente en Taizé. Tras fuertes y emotivos abrazos, se fueron a sus respectivas habitaciones.

La mañana siguiente se presentó bajo un cielo claro, como acostumbra a ser en esa zona de la Provenza donde el continuo viento del Norte limpia de impurezas el aire. Después de un tranquilo y relajado desayuno dejaron el hotel y saliendo del recinto amurallado cruzaron el Ron en dirección a Barcelona. Cuando ya iban a entrar en la autopista lo pensaron mejor y tomaron la antigua ruta nacional. ¿Qué prisa tenían? Conduciendo a velocidad moderada, contemplando el suave paisaje provenzal, recordando tranquilamente anécdotas y momentos recién vividos... Y por encima de todo eso una luz, una idea que empezaba a estar clara en su mente en este quinto regreso de Taizé. Primero  que «pensar la religión desde la religión es encerrase en un círculo vicioso que puede ser nefasto». Y segundo, que «el crecimiento humano de las personas no debe someterse a ninguna idea religiosa, por más que estas, manejadas con el mayor respeto hacia la persona, puedan ser herramientas útiles».

Conducía despacio mientras estos y otros pensamientos pasaban por su mente. Presentía que a partir de entonces su inquietud religiosa iba a seguir por otros derroteros distintos de los experimentados hasta entonces, pero le daba igual. La Vida da lo que da, y hay que vivir con ello. Ahora estaban viajando juntos con un tiempo espléndido bajo un cielo claro y acogedor de modo que... A poco sintió que Montse le tomaba de la mano y, como solían hacer cada vez que iniciaban un trayecto largo, iniciaron una plegaria.

* Cábalas de un agnóstico - Capítulo IV
Escrito para TAMBO, foro de diálogo de KOINONIA, allá por diciembre de 2005.

Nunca fue publicado.



martes, 1 de noviembre de 2005

Dios, esa idea ambigua *


Acababa de recibir un correo de su amigo Jaime. Le había enviado uno de sus escritos y ahora él le remitía un comentario. Tenía por costumbre ofrecer a sus amigos sus reflexiones, ya fuese como primicia o bien justo al publicarlo. Era un brindis a la amistad, una forma encubierta de agasajo a la comunicación de las almas, casi una liturgia que le hacía sentirse parte de un colectivo humano diverso y, aunque geográficamente distante, cercano en el corazón. A veces recibía una respuesta de cortesía y eso, aun no siendo mucho, ya servía para recordarle que allí había alguien que le consideraba. Pero a veces había más suerte, y lo que le llegaba era un comentario que le hacía ver algo que no se le había ocurrido pudiese inferirse de su escrito, lo cual le llevaba a hacer alguna corrección cuando de primicia se trataba, o a lamentarse cuando ya estaba publicado. Bueno, así es la vida, y «a lo hecho, pecho».

Con Jaime se entendían bien y se apreciaban mucho, aun cuando no siempre estuviesen de acuerdo en sus opiniones. Para bien y para mal, ambos tenían mucho corazón, y eso les unía aun cuando disintiesen, algo que por otra parte ocurría muy raramente. Por eso no le preocupó en términos de amistad que en su comentario su amigo diese muestras de no compartir su punto de vista. Por eso y porque le parecía evidente que una vez más no se había expresado de forma suficientemente clara, algo que se repetía una y otra vez, y con diversos lectores, cuando en sus escritos abordaba algún tema que implicase la religión. ¿Por qué diantre las cosas se le complicaban siempre que Dios andaba de por medio?

Por un instante sintió vivo y certero aquello de «cada pregunta lleva ya la mitad de su respuesta» porque, como a la voz de un conjuro, como si de una evocación mágica se tratara, le vino a la memoria este fragmento del Génesis:

««Conoció el hombre a Eva, su mujer, que concibió y dio a luz a Caín, y dijo: «He adquirido un varón con el favor de Yahvé». Volvió a dar a luz y tuvo a Abel, su hermano. Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó algún tiempo, y Caín hizo a Yahvé una oblación de los frutos del suelo. También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño y de la grasa de los mismos. Yahvé miró propicio a Abel y su oblación, más no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. Yahvé dijo a Caín: «¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar». Caín dijo a su hermano Abel: «Vamos afuera». Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató»».

Suena a advertencia esa narración mítica al comienzo de la Biblia. Una invitación muy seria a pensarnoslo por lo menos dos veces antes de poner a Dios en nuestra propia vida. Y por supuesto antes de ponerlo por delante de nuestro propio hermano. Porque ¿qué Dios era ese que Caín imaginaba, que pensando en él llegó al fratricidio? ¿No sería acaso un Dios primitivo, proveedor de bienes materiales y por tanto generador de envidias, fruto imaginario del propio egoísmo, el que adoraba en su corazón? Con un Dios así, más le hubiese valido ser ateo.

Y no obstante, ese es el Dios bíblico que ha animado una buena parte de la historia, tanto del pueblo judío como del cristianismo, y que sigue vigente en muchos corazones, sobre todo en el de quienes basan su subsistencia o su estatus social en proclamar su creencia. Y esa idea de Dios junto a otras mucho más espirituales que algunos hombres y mujeres se esforzaban en proclamar con su vida más que con sus palabras evidenciaban que la Biblia daba lugar a muchas lecturas y a muy diversas interpretaciones. ¿Por qué, pues, tenía que prevalecer casi siempre la más interesada, la más materialista, la menos espiritual de cuantas eran posibles?

Pero no era tan sólo en el seno del cristianismo que se adoraba a ese Dios de conveniencia. Era evidente que el ser humano en general no había aprendido todavía a beber en las fuentes de la sabiduría y, esclavo de sus miserias, seguía construyendo en su mente ese Dios de destrucción y muerte que en sus diversas versiones religiosas tanto sufrimiento ha causado. No había más que ver la de crímenes que en su nombre se habían cometido a lo largo de la historia, y observar actualmente como personas que se tienen a sí mismas por religiosas arremeten, con una furia digna de ser analizada, contra quienes se atreven a denunciar la injusta situación de privilegio social que esas creencias conceden a quienes las detentan.

Odiar y matar poniendo el nombre de Dios por medio. ¿Será que el ser humano es mayoritariamente incapaz de una reflexión sensata? ¿O será tal vez que consciente de la inherente maldad que conlleva su naturaleza acusa al Creador de haberle «malcreado» invocando su nombre mientras comete sus peores fechorías?

No tenía respuesta para tanto interrogante. A punto estaba de darles la razón a quienes decían que el mundo no lo había creado Dios sino El Maligno. Más lógico era pensar así que empeñarse en meter los dos pies en un zapato y seguir erre que erre con esas teologías que en su intento de explicar lo inexplicable no hacían más que enmarañar la mente al tratar de asociar el Amor, la Justicia, la Bondad con la imagen de ese Dios creador de unos seres humanos tan crueles como en realidad somos. O eso, o entender la creación y el Creador de otro modo mucho menos ingenuo, menos simplista y más acorde con esa realidad dura y evidente que encontramos por doquier. Porque si no, ¿qué queda, entender el mundo y la vida desde el más descarnado materialismo?

Se quedó ahí. El pensamiento se le paró de pronto y sintió como que volvía a la realidad. Se dispuso a servirse otra taza de te antes de abrir el siguiente correo, pero la tetera estaba ya vacía, y eso le indicaba que llevaba mucho rato sumergido en sus cábalas. Pensó que mejor sería dejarlo por el momento y salir a dar un paseo y tomar el aire, aprovechando que era verano y que la población era pequeña y bastante tranquila. La tarde caía ya, y echó calle arriba en busca del sendero que bordea el bosque por encima del pueblo para contemplar desde allí como la Noche extendía su manto para cobijar en él la Luna de su infancia. La Luna, tal vez lo único que no había cambiado a lo largo de su vida, porque incluso el manto mismo cambió, ya que ahora, con tanta luz eléctrica, apenas tenía estrellas.


* * *

Se sentó sobre una piedra a orilla del camino. La noche ya cerrada con la luna creciente en lo alto ofrecía en la tierra un panorama de luces ciudadanas y ruido de motores veloces que llegaban de la carretera que circundaba el pueblo. Era evidente que ahora la gente tenía prisa a todas horas. La gente, pero no las criaturas sencillas que guiadas por su instinto seguían habitando en la naturaleza, como indicaba el canto de un grillo que a poco de estar sentado empezó a acompañarle.

Aquel canto tenaz, melódico contrapunto a aquella improvisada combinación de silencio y ruidos en aquel vasto escenario de oscuridad y luces, consiguió transportarlo mentalmente en el espacio y en el tiempo. Una auténtica sinfonía de grillos y aves nocturnas bajo una negra bóveda estrellada en mitad del silencio en las noches de su infancia en el campo, candiles y carburos dentro de casa, y la Luna fuera. Un salto atrás de más de medio siglo en su recuerdo, que le facilitaba retroceder aun más con la imaginación para aproximarse mentalmente a la Edad Media, aquellos tiempos en que Dios sí contaba en la vida de los pueblos.

No eran tiempos de cambios aquellos del pasado, sino de mantenerlo todo atado y bien atado. Los señores de entonces, como los aposentados bienestantes de hoy día, necesitaban un Dios incuestionable en que fundar su absoluto inmovilismo. Un Dios inamovible como el orden que para beneficio propio quienes temen los cambios quieren mantener a toda costa. Afortunadamente para ellos, los disconformes con el orden actual tienen todavía poca audiencia, pero aun así entre los reaccionarios más batalladores no falta quienes piensan que es mejor no descuidarse y apresurarse a silenciarlos ahora que todavía están a tiempo. Al fin y al cabo, silenciar al disidente es lo que siempre hizo el cristianismo durante tantos siglos de negras noches, por más que en ellas sin duda brillasen intensamente las estrellas.

Las estrellas de noche, y de día las hogueras cuando los caínes de turno sentían que prosperaban demasiado quienes se permitían pensar el mundo y la vida de otro modo que el que ellos marcaban según su conveniencia. Se lo mandaba Dios, decían cínicamente. ¿O tal vez incluso lo creían? De ser así, más les hubiese valido también a aquellos inquisidores ser ateos. Tal vez entonces, sin meter a Dios por medio, hubiesen podido ver en sus torturados el rostro de un hermano, víctima de la maldad de sus perversos corazones.

Aquello fue hace siglos. De acuerdo. Pero, ¿y ahora? ¿Qué aporta ahora al mundo silenciar al disidente? ¿Para qué queremos, en un mundo cambiante por momentos donde la subsistencia depende de la capacidad de imaginar las cosas de otro modo, un Dios inmovilista que nos someta al poder establecido y nos prive de crecer humanamente con Libertad y Discernimiento? ¿Qué sentido tiene actualmente un tribunal de sesudos varones que silencien las voces de quienes piensan de otro modo la religión, la relación humana con el Absoluto? ¿Cómo, quién y cuándo desde la exclusión y el silenciamiento podrá presentar un cristianismo acorde con la vida presente que vehicule una espiritualidad posible para todos los pueblos y gentes del planeta? ¿O es que el Dios de Caín va a seguir vigente por los siglos de los siglos en esta pobre tierra?

Llevaba largo rato allí sentado. El bosque hacía más intensa la humedad de la noche, y empezó a sentir fresco. Se puso en pie. Buscó en su bolsillo la pequeña linterna que acostumbraba a llevar en sus paseos de la tarde, pero no la llevaba. Su ajetreo mental había hecho que la olvidara en casa. Bien, algo alumbraba aún la Luna, y el camino le era conocido, de modo que lentamente, tanteando el terreno para no dar traspiés, empezó a descender por el sendero de retorno hacia el pueblo.

Ya en el suelo asfaltado de las calles todo era luz. Las ventanas de las casa estaban abiertas de par en par recabando el frescor de la noche. Un televisor daba en aquel momento la noticia de una masacre en Oriente Medio. No había duda: el Dios de Caín seguía aún ahí, pertinaz, sembrando discordia entre los hombres.


* * *

Le costó dormirse la noche anterior, pero a pesar de ello se había despertado temprano. Nuevos pensamientos rondaban por su cabeza reclamando ser anotados para no desvanecerse por vete a saber cuanto tiempo hasta que volviesen a aparecer. De modo que después de su breve oración de la mañana, de dar gracias a la Vida por ese nuevo día que le ofrecía y de pedirle fuerzas para aceptar con buen ánimo cuanto quisiese depararle, prendió el ordenador y empezó a prepararse un te mientras el aparato hacía automáticamente el recorrido de su protocolaria puesta en marcha.

Mientras cortaba una rebanada de pan y la untaba, recordaba diversos episodios de su azarosa búsqueda y varias conversaciones sostenidas en torno a la idea de Dios, y cada vez veía más claro que todo confluía en la misma dirección. Sentía viva la necesidad de anotarlo todo más o menos esquemáticamente conforme aparecía en su pensamiento, de modo que se apresuró a dar cuenta de la rebanada y se llevó la taza de te a la mesa escritorio. Se había acostumbrado a reflexionar mientras tecleaba desde que sustituyó la vieja máquina de escribir por su primer ordenador, y con eso del «cortar y pegar» le resultaba fácil anotar los pensamientos tal como le venían a la cabeza y modificar luego lo escrito sin demasiado trabajo.

Lo que ahora rondaba por su mente era el recuerdo de cómo había ido evolucionando su idea de Dios desde que volvió a interesarse por la religión. Estaba muy lejos ya de poder imaginar aquel Dios antropomorfo de su fe infantil del cual partió su personal búsqueda, pero no sabía todavía con qué sustituirlo. Y eso le preocupaba, porque tenía necesidad de encontrar una solución aceptable para el enigma de aquel Ser Supremo que tanto conflicto generaba. Cierto que había vivido muchos años de espaldas a cualquier idea religiosa, pero bien se sabía él los senderos que su alma había recorrido a lo largo de su vida, y cómo desde su condición de docente hacía ya tiempo que veía clara la necesidad de incorporar de forma consciente y crítica la nutrición de la dimensión espiritual de la persona en todo proceso educativo destinado a conseguir seres humanos auténticos y verdaderos, y no tan sólo animales inteligentes. Ahora bien, ¿era necesario meter a Dios de por medio en ese proceso de crecimiento espiritual? Y de ser así, ¿qué Dios tenía cabida en la mente de una persona actual medianamente instruida?

De ahí que su primera preocupación fuese la de como nutrirse a sí mismo, ya que nadie puede dar lo que no tiene. No le preocupaba tanto ese encuentro con Dios, del que se llenan la boca los creyentes, como el encuentro de ese camino de crecimiento humano que a buen seguro debía de haber en el fondo remoto de la tradición religiosa en la que había crecido. Desde que empezó a trabajar en las escuelas de monjas no había parado de plantearse qué podía aceptar honestamente, sin menoscabo de su dignidad ni cargo alguno de conciencia, de toda la parafernalia de ceremoniales y ritos para los que se había comprometido a preparar los cantos de su alumnado. De otro modo, ¿que estaría haciendo? ¿Se estaría traicionando a sí mismo? ¿Estaría engañando miserablemente a las pobres criaturas, predisponiendo sus mentes para ser sometidas mediante creencias que en nada favorecerían su desarrollo humano? Todavía recordaba aquella charla sobre los milagros en la que una participante educada por monjas contó las angustias que padeció de adolescente cuando se creyó embarazada después de haberse besado por primera vez en la boca con un muchacho. «Había sido lujuriosa, y Dios todopoderoso la castigaba con un embarazo. ¿Cómo podría explicarlo a su familia y a las buenas monjitas que tanto la querían?» Fueron largas semanas de sufrimiento hasta que una amiga la convenció de que esos milagros no los hace ya Dios, y que ella también tenía retrasos de vez en cuando.

No, no veía que la idea de Dios que proponía esa doctrina religiosa que seguía predicando el catolicismo oficial sirviese a otro fin que el de la sumisión de las mentes y la inhibición de las conductas humanas, de modo que tenía por fuerza que haber en la esencia del cristianismo otras ideas que alumbrasen un Dios más humano, más acorde con las necesidades y el nivel de pensamiento de los tiempos presentes. ¿Que tal vez no tendrían cabida esas ideas en el seno de ninguna iglesia cristiana actual? Tal vez. De ser así no tendría más remedio que seguir solo su camino. Pero estaba dispuesto a buscar con ahinco una vía de entente que le permitiese compartir su pensamiento religioso y humano con el máxime de gentes de su entorno. De modo que no le importaba entrar en conflicto con quien fuese, convencido como estaba de que los conflictos, debidamente resueltos, unen a las personas mucho más que la ausencia de conflicto, ya que ésta sólo es posible en la soledad.


* * *

Cada vez veía más claro que el núcleo de todos los problemas religiosos era la palabra Dios. Ese vocablo polisémico que tanto servía para un roto como para un descosido era la palabra mágica desencadenante de la cortina de humo que ocultaba todo lo inconfesable que había en el fondo de los conflictos religiosos. ¡Cuanta razón tenían los racionalistas al rechazarla! Después de la mucha iniquidad con que los humanos habíamos cubierto ese vocablo, incluso con la mejor de las intenciones se hacía difícil pronunciarlo. Aunque, bien mirado, ¿era preciso hacerlo? ¿Era preciso invocar el nombre de Dios a cada instante, como un término mágico, como si de vivir en un permanente conjuro se tratase?

Hace algún millar de años, cuando los pueblos agrícolas creían que era la misericordia divina quien mandaba a la tierra dar los frutos que les alimentaban, esa religión de ofrendas y plegarias estaba plenamente justificada. Pero al paso de los años, después de darse cuenta de que el sacrificio más propicio para una buena cosecha era el trabajo que comporta el cultivo de los campos, y que la ofrenda mejor era el abono de la tierra, ¿qué sentido tenía pedirle a Dios lo que había que ganarse con el propio esfuerzo?

Le parecía obvio que la religión nacía de un deseo humano de controlar la contingencia. Si todo cuanto somos y tenemos procede de Dios, parece lógico tener a buenas a ese ser poderoso, no sea que caigamos en desgracia y se nos vaya todo al garete. Algo así le parecía haber leído en la Biblia. Y también en las primitivas religiones de los moradores del Creciente Fértil. Pero actualmente, ¿es posible permanecer en esa idea? Sí, claro, era posible para quienes por interés, por cortedad o por algo que él no alcanzaba a ver así lo seguían creyendo. Pero ¿era razonable esa Fe? ¿Para qué servía? Veía el mundo religioso de su entorno tan apegado a los bienes materiales como el mundo profano, luego ¿para qué servía tener Dios si se vivía como si no se le tuviera?

No le apetecía detenerse en la crítica del mundo religioso de su entorno. ¿Para qué? Se hacía sola. «Por sus hechos los conoceréis». Le bastaba tan sólo con saber que a él no le interesaba en absoluto aquella religión ni aquel entorno más social que humano. Y a punto estaba de añadir también el Dios que adoraba todo aquel rebaño de caínes que, conscientes o inconscientes de su ruindad, solamente consideraban hermanos a quienes recitaban su mismo credo. Vistas así las cosas, tal vez lo más sensato era olvidarse de Dios y empezar a llamar a cada cosa por su nombre. A la bondad, Bondad, al amor, Amor, a la justicia, Justicia, a la misericordia, Misericordia, a la envidia, Envidia, al odio, Odio... Y así ir siguiendo. Por lo menos de ese modo se podría hablar a cara descubierta, sin el antifaz de la polisemia que encerraba la palabra Dios. Y posiblemente de ese modo se podría empezar a tender un puente sobre ese gran abismo que separa al mundo religioso del profano. Pero, ¿estarían las iglesias cristianas dispuestas a aceptarlo?

Por lo que él conocía, los católicos estaban muy apegados a sus símbolos. Incluso habían hecho bandera de ellos en muchas ocasiones. En su opinión los amaban más que a lo que simbolizaban. ¿Cómo sino hubiesen podido matar en nombre de Dios? ¿Acaso el Dios que adoran es un Dios de muerte? Algo no cuadraba ahí. Los católicos tenían mucho sobre lo que reflexionar, pero eso no era cosa suya. Con todo, veía muy difícil que el mundo profano al cual él pertenecía pudiese aceptar sin más esa simbología. Otra cosa era lo que podía expresarse de forma inequívoca, como Bondad, Solidaridad, Amor, Justicia... Pero no iba por ahí el lenguaje religioso al uso, especialmente el oficial católico, de modo que difícilmente vería él que empezase a tomar forma ese ansiado puente.


* * *

Hizo un alto en sus cábalas. Se imponía atender algunas necesidades cotidianas, de modo que dejó sus ensoñaciones para más tarde y se aprestó a ducharse y salir a la calle en dirección al super y a la panadería. Estaban muy cerca, de modo que el ejercicio de la compra no le servía de paseo, sino tan sólo para tomar el aire y vivir por unos instantes el ritmo del vecindario. Al regresar abrió el buzón del correo y encontró dos sobres y unas cuantas propagandas de esas que nunca entendió si servían para algo más que para ganarse un dinerillo los ingeniosos publicistas locales a costa de gastar papel inútilmente.

Uno de los dos sobres contenía una postal muy graciosa que le enviaba su amiga Pili en la que un grupo de teólogos discutía los atributos de Dios. «INIFINITO, OMNIPOTENTE, ABSOLUTO, OMNISCIENTE...» En el ángulo superior derecho alguien que asomando la cabeza por una ventana les gritaba:«¡Eh! DIOS ES AMOR».

Admiraba esa capacidad que tienen algunas personas para expresar brevemente, mediante una frase, un chiste o un dibujo ideas y pensamientos que a él le ocupaban páginas enteras. Aunque a él, como a todo el mundo, de vez en cuando también se le despertaba la capacidad de sintetizar. Recordaba, a propósito de ello, una conversación sobre la existencia de Dios sostenida tiempo ha con aquel buen párroco que lo quería convertir. En un momento de la misma, como réplica a un discurso religioso ya muy oído y nada convincente, le había dicho que en su opinión «Dios es una idea en la mente del creyente».

No le gustó a su amigo el cura esa idea de un Dios existente tan sólo en la mente de los creyentes. Claro, no podía ser de otro modo. ¿Cómo iba a gustarle a alguien que había recibido el Sagrado Sacramento del Orden Sacerdotal que ese Dios del cual él se sentía ministro no fuese más que un idea en la mente de quienes en Él creen? A buen seguro prefería un Dios mucho más cercano al propuesto por la liturgia que oficiaba a diario.

«Creo en Dios, Padre todopoderoso y en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo...» Eso sí que servía para justificar su sacerdocio. Era la gran trampa de la Iglesia Católica. Una trampa tendida hace ya diez y siete siglos y que aún pretende que le sirva. Una trampa en la que cayó el mismo cristianismo al aceptar la protección del emperador a cambio de colaborar en el control de las mentes de sus súbditos, y convertir así su religión en una imposición del poder terrenal. Un credo que servía para dar fe de que quien lo recitaba participaba de las creencias que imponía el poder. Una Iglesia que nada tenía que ver con aquel pensamiento evangélico de «bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra». No, aquella era una Iglesia que no apostaba por la mansedumbre sino por el poder y la violencia, puesto que violencia y no otra cosa ha sido desde entonces la persecución de los disidentes, los llamados herejes.

Era evidente que cualquier evolución del pensamiento cristiano topaba con los intereses de la institución católica. Pero era a la vez lógico que así fuese, ya que tan sólo a partir del desinterés material se puede avanzar por la vía del espíritu. Claro lo dejaban los evangelios en numerosos pasajes, como el de las tentaciones en el desierto, o el del rico que le pregunta a Jesús qué debía hacer para entrar en el Reino de los Cielos. Y claro estaba también que la Iglesia católica había apostado por el poder terrenal, algo completamente antagónico al espíritu de Jesús. De ahí que se empeñase a toda costa en mantener esa idea arcaica de Dios que, previa ocultación de la verdad histórica, legitimaba al papado y a la institución entera.

No era pues indiferente la idea de Dios que se elaboraba en la mente del creyente ya que, como le dijo su amiga Pili en los comentarios que se cruzaron por e-mail a propósito de la postal de los teólogos, «la imagen de Dios que se tiene marca el compromiso de cada persona». Un compromiso que acaba siendo decisivo en todos los órdenes de la vida de quien lo contrae.


* * *

El día había transcurrido entre cábala y cábala, sin demasiada actividad. Tenía la cabeza embotada y el alma triste. Necesitaba salir a tomar el aire, pero antes de apagar el ordenador quiso echarle un vistazo al correo. Le encantaba comprobar mediante los mensajes que sus amigos se acordaban de él. Al abrirlo encontró uno muy hermoso que le enviaba una desconocida amiga internauta. Era uno de esos cuentos morales ilustrados que circulan por la red, el cual casualmente se titulaba «El Puente» (providencialmente dirían los creyentes). En él, un misterioso carpintero, una especie de ángel pacificador, tendía un puente por encima de un arroyo que separaba las granjas de dos hermanos enemistados. Como era costumbre en esa clase de mensajes, había una gran abundancia de frases breves a cual más moralizadora. Al final, como siempre también, la recomendación de pasarlo a amigos y conocidos. Y aun a desconocidos debía pasarse, porque en realidad bien poco sabía él de la persona que se lo enviaba. Sabía, eso sí, que era mujer, y todo lo que de ella recibía le indicaba que era una persona delicada. Bien, ya le bastaba. La identificaba en su mente por el bonito nombre con que firmaba, evocador del arte de la música, y la imaginaba a su manera, como hacemos con todo, salvo con aquello que la realidad nos muestra sin opción a duda. De haber tenido el corazón más joven hubiese podido incluso fantasear y enamorarse de su propia fantasía. Por cierto, ¿no era acaso eso el enamoramiento religioso?

Paró en seco. Acababa de sentir como un presentimiento la amenaza de otra cábala, de modo que desconectó. Desconectó su mente y, tras guardar el mensaje, desconectó también el ordenador. Había decidido salir a dar un paseo y no era cosa de enzarzarse de nuevo. De modo que tomó una chaqueta del perchero ya que el tiempo había refrescado de repente y abrió la puerta. Ya en el umbral, a punto de dar vuelta a la llave se acordó de la linterna, y retrocedió a buscarla. Hoy no estaba muy seguro de poder confiar en la Luna, pues el cielo empezaba a presentar algunas nubes.

Caminaba calle arriba con paso cansino, saludando casi maquinalmente a las personas conocidas con quienes se cruzaba. Tenía la sensación de ir en dirección a un puente que le permitiría cruzar sobre el abismo que separaba su mundo profano de su mundo religioso. Ambos, por más que contradictorios, configuraban su propio ser, y sentía viva la necesidad de unirlos para no escindir su alma. Llevaba tiempo buscando en su interior ese camino de unión entre ambos mundos, y cual enajenado Quijote imaginaba real una ficción que su mente anhelaba como el agua el sediento. No obstante, por la vía religiosa, lo que venía hallando desde siempre más que un puente era una gran barrera, un muro grueso y compacto, una pared inmensa, inescalable, cuya altura se perdía en el cielo desde donde una luz cegadora proyectaba entre grandes nubes la palabra Dios. ¡Dios! ¡Qué gran obstáculo! ¿Cómo era posible que la naturaleza humana fuese tan contradictoria?

La imagen del puente flotaba en su mente como suspendido en el espacio mediante delicados hilos anclados en vete tú a saber. Veía a uno y otro lado de ese puente fantástico la cima de dos mundos que se perdían en sendos horizontes de bruma y confusión. El mismo abismo que los separaba se fundía también con esa nube cegadora de polvorienta luz, de modo que todo, mundos, abismo y puente parecía flotar sobre la nada y pender de ella. ¿Será que nada existe en realidad? ¿Será que nada hay fuera de nuestra mente? ¿Que tan sólo vivimos en tanto que sentimos, pensamos y soñamos? De ser así, ¿sería el arte de vivir, el arte de soñar lo que vivimos? No, tanta enajenación no era posible y aun menos deseable. Y no obstante tenía para sí como muy cierto que miramos la realidad con nuestra mente a través del cristal que hemos teñido a lo largo del tiempo con nuestra propia vida...

Sin apenas darse cuenta se detuvo al final de la calle. Delante de él, cerrando el camino del bosque, unas vallas metálicas protectoras impedían que algún caminante distraído, como él mismo, cayese en una zanja recién abierta. Era evidente que iban a edificar en esa zona. El pueblo crecía en dirección al bosque, y podía muy bien ser que en plazo breve acabase invadiéndolo. La realidad estaba dominada por el mundo profano del negocio, y ante el no cabía sueño alguno. Lo sagrado quedaba limitado a la vida del alma. El futuro del pueblo tendría menos bosque y más cemento, más asfalto y más coches contaminando el aire y la sangre de quienes respirasen en ese entorno cada vez menos respetuoso con la Madre Natura. No obstante, en la iglesia seguirían sonando las campanas el domingo llamando a una plegaria ajena a esa realidad que sin duda es camino de muerte. Durante unos minutos la gente convocada en el templo alabaría a Dios y pensaría en otra vida en el Cielo, lo que le eximiría de contemplar ésta que aquí llevamos en la Tierra. Ceremonias y ritos para halagar a Dios. Televisor en casa para distraerse y rendir la mente al seductor reclamo de la  publicidad. ¿Dos mundos antagónicos disputándose el alma de las gentes creyentes? ¡Ojalá fuera eso! Pero no. En su entorno cercano, en los más de los casos tan solo una rutina, una buena costumbre que a nada compromete. Caín y Abel con sus ritos de siempre, y los curas en medio. ¿Para qué cambiar nada si ya somos tan buenos, y rezamos a Dios, y vivimos felices y contentos...?


* Cábalas de un agnóstico - Capítulo III
Escrito para TAMBO, foro de diálogo de KOINONIA
el año 2005, allá por el mes de noviembre.


sábado, 1 de octubre de 2005

A ti te falta Fe *


Aquel incidente del seminario le había transtornado. Había pasado ya varios días y todavía lo tenía fresco en la memoria, casi como una obsesión. Su mente funcionaba ahora como una moviola. Las imágenes de aquel suceso iban y venían, como si danzasen, y atraían con su baile una multitud de recuerdos que al incorporarse daban lugar a una coreografía improvisada y viva, como si del ritual mágico de algún pueblo primitivo se tratara. Veía aquel grupo de personas adultas, algunas ya mayores, agitadas como si se hallasen en presencia de algo insólito, comunicándose locuaces unas a otros el sobresalto que les causaban las conjeturas irreverentes de quien sin duda adjetivaron de incrédulo, cuando no de enviado del diablo, carne de hoguera unos cuantos siglos antes.

- ¿Pero qué dices...? ¡No, en absoluto! Mira, lo que ocurre es que a ti te falta Fe.

Claro que también los había tolerantes, conciliadores, que con la ayuda de gestos resignados se esforzaban por hacer entender a sus exaltados compañeros que ya se sabe, «la Fe la da Dios a quien quiere y cuando quiere». Había pues que confiar en la misericordia divina. ¿Quien sabe si más adelante...?

Estaba atónito. Esperaba que de un momento a otro alguna de aquellas buenas almas se pusiese de pie y propusiese a los allí reunidos rezar un padrenuestro para que Dios se dignase otorgarle la Fe a aquel desdichado que, de seguir así, acabaría en el infierno.

Debía de ser eso, que le faltaba Fe, porque le parecía de todo punto inaceptable aquella imagen de un Dios arbitrario y negociador, siempre dispuesto al intercambio.

- Eres mi criatura. Si me adoras te daré...

Según esa forma de creer, todo cuanto nos da la vida no tan solo nos viene de Dios sino que nos lo da por voluntad expresa, como deferencia personal hacia cada una de sus criaturas. Algo así como ese trato personalizado que anuncian ahora algunos bancos y compañías de seguros.

Le parecía una idea absurda. Tan absurda como casi todo lo que se predicaba de ese Dios antropomorfo que le habían enseñado en su niñez, en pleno auge del nacionalcatolicismo, cuando se organizaban procesiones en España para pedirle al cielo lluvia en tiempo de sequía. Un Dios creador que juega con sus criaturas como jugábamos nosotros de niños con las figuritas del belén, cambiando de sitio a nuestro antojo las ovejas y los animalillos de la granja, haciendo avanzar los reyes magos un poco cada día, nevando las montañas con harina... Un Dios vigilante, severo o a veces protector, que en ocasiones, cuando nos hacía falta, nos ponía una piedra en el camino para que tropezásemos y cayésemos, y así el descalabro nos hiciese entender que íbamos descaminados.

No, no era posible. Hacía mucho tiempo ya que le pasó por la cabeza por primera vez que cierto pasaje del Génesis estaba mal escrito, y que donde dice «Dios creó al hombre a su imagen y semejanza» debía decir «el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza». Porque era evidente que aquella era una imagen de Dios corta y primitiva, interesada, creada para satisfacer necesidades emocionales. Lo incompresible es que tuviese vigencia todavía. Razón tenía aquella profesora de Biblia del curso anterior cuando les decía: «Guardad la Fe de la Primera Comunión en el armario junto al vestido que llevasteis ese día, que os viene ya tan pequeña como aquel». Pero por lo que estaba viendo, había mucha gente que se sentía perfectamente cómoda con aquel ropaje. ¿Sería que no habían crecido?


* * *

La moviola seguía girando adelante y atrás sin más descanso que el tiempo que tenía la mente ocupada en los quehaceres cotidianos y el obligado reposo nocturno. Ahora ya no le preocupaba, como tiempo atrás, la idea de hallar una Fe posible desde la reflexión y el sentido común, y no solamente desde la superstición y el secuestro mental. Ahora, después de leer a Casaldàliga, a Queiruga, a Leonardo Boff y a otros sabía que esa Fe es posible, pese a que después de tanta reflexión y tantos escritos sensatos la doctrina oficial católica siguiese erre que erre como siempre, como si no fuese necesario observar y pensar, y tuviese que saberse todo por revelación divina. Una revelación que, por lo que veía, debía de alcanzar tan sólo a unos pocos, porque la mayoría de la gente, entre la que había muchísimos creyentes, no opinaban lo mismo que los sesudos varones que velaban por la pureza de la Fe.

Pero su mente era en aquel instante un batiburrillo de ideas y recuerdos religiosos entre los que figuraba un hecho acaecido años atrás, en una celebración de la Pascua, en el colegio de las monjas donde trabajaba.

La superiora había invitado a todo el claustro de docentes a una eucaristía en la capillita de las hermanas, a la cual le seguiría una merienda en el comedor del colegio. Y así, al terminar las clases se reunieron en el pasillo de acceso a las dependencias conventuales, y después de encender unas pequeñas candelas, iniciaron una pequeña procesión encabezada por el párroco en dirección a la capilla. Una vez allí pusieron las velitas sobre el altar y empezó la misa.

Después de leer el evangelio que narraba las dudas de Tomás se sentaron y el oficiante empezó su sermón. «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído». Hablaba lentamente, mirando al suelo como si en vez de predicar meditara... Y de pronto concluyó:

- Creer es un acto de voluntad. Cree quien quiere creer.

¡Fantástico! La Fe ya no era un regalo divino sino un acto humano. Una decisión que tomaba libremente el creyente. Bueno, si más no esta versión era mucho más respetuosa que la anterior. Dignificaba a la persona humana y al mismo Dios, porque ¿cómo explicar un Dios tan caprichoso que reparte a su antojo? ¿Qué justicia sería esa?

Pero con todo, no quedaba resuelto el enigma sobre esa tan cacareada Fe, porque le vino a la memoria una de las premisas de que partía el director de un seminario que trataba de cómo transmitir la Fe a los jóvenes, la cual decía que la Fe la da Dios, y recordaba que siglos atrás habían sido tachados de herejes quienes afirmaban lo contrario.

¡Santo Dios! Ese párroco predicaba doctrinas heréticas. ¿Estaría fuera del control de su obispo?

Bueno, aun así, una tal visión de la Fe hacía que le encajase algo más la actitud de la jerarquía eclesiástica porque si creer es un acto de voluntad humana y la Fe es imprescindible para salvarse, entonces estaba ya más que justificado que unos santos varones, llenos de buena voluntad, velasen por la pureza de esa Fe, de eso que cada cual decidía por su cuenta creer, para que no hubiese nadie que creyese equivocadamente y se perdiese. O lo que es peor: hiciese que se perdiesen los demás.

Paternalismo no le faltaba a esa Iglesia inquisidora y autoritaria. Porque ya tenía «narices» eso de velar inquisitorialmente por la pureza de la fe ¿Unos humanos llevando el control de calidad de algo que ellos mismos consideraban un regalo de Dios? ¡Incomprensible! Y aun más que incomprensible, ¡DEMENCIAL!

Lo que él no entendía es de dónde habrían sacado tan mal ejemplo esos jerarcas católicos, porque decían seguir las enseñanzas de Jesús pero él no recordaba haber leído en parte alguna que Aquel hubiese presionado jamás a nadie para que le creyese. Estaba claro pues que una cosa era lo que enseñó Jesús y otra lo que la Iglesia hacía.


* * *

Por más vueltas que le daba no conseguía entender la conducta religiosa de su entorno.  ¿Qué fin tenía la religión que se practicaba? ¿A qué llamaban Fe quienes se confesaban creyentes? ¿Qué fin tenía aquella Fe?

Ya para empezar, le resultaba incomprensible que gentes con un nivel de instrucción elevado tuviesen tan cautivo el pensamiento como para aceptar sin reservas todo el sinfín de creencias que su religión exigía. Porque era evidente que lo que regía en su modo de pensar religioso era pura creencia. Nadie que no hubiese sido previamente adoctrinado podía llegar a las conclusiones que les hacía afirmar su Fe. ¿Qué era pues aquella doctrina que profesaban, liberación o esclavitud del alma?

La liberación no la veía él por parte alguna porque la mayoría de las gentes creyentes que conocía eran tan esclavas de las exigencias del sistema como las no creyentes. Afán de riqueza, de bienestar material, poca o ninguna solidadridad con el resto de la especie humana... Y encima esclavas de un sinfín de supersticiones a las que llamaban creencias.

No veía como aprisionarse la mente con grilletes pudiese servir para avanzar en el proceso de evolución de la persona, algo deseable tanto a nivel individual como colectivo, y tanto desde el punto de vista humano como religioso, ya que desde este último equivalía a colaborar en la obra creadora de Dios. Crecer implica libertad, nunca esclavitud de ninguna clase, pero aun menos de pensamiento.

Para él no tenían ningún sentido todas aquellas cabriolas mentales que la teología hacía en torno a la Fe. Porque si la Fe la daba Dios a quien le viniese en gana, era evidente que ese Dios no era sino un creador caprichoso que salvaba o condenaba a su antojo a sus criaturas. Un Dios que jugaba con su creación como un niño juega con sus superhéroes de juguete haciéndoles ganar o perder sus diversas batallas según su personal preferencia. Francamente decepcionante. Difícil resulta ver desde esa óptica la imagen del Dios justo y misericordioso, amor todo Él, que el cristianismo predica. 

Si creer era algo que cada cual decidía por su cuenta, entonces la Fe era como una especie de autosugestión, incluso de autohipnosis en los casos de fanatismo extremo. Pero enfocarlo así era un canto desmedido a la libertad humana, puesto que significaba prescindir de la influencia del medio. Totalmente insostenible a la luz de la ciencia.

Si la Fe era un proceso de construcción mental, algo que le parecía completamente razonable, entonces las creencias eran una forma de manipulación de la mente en el orden emocional y en el intelectual. Imbuyendo unas determinadas creencias en la mente de los individuos se conseguía controlar su pensamiento y una buena parte de su afectividad. Una forma muy inteligente de control colectivo.

Claro que la Naturaleza daba un importante refuerzo en pro de la libertad al hacer que hubiese almas impermeables a la sugestión religiosa. De ahí esa gran masa de increyentes, a quienes lo religioso no traspasaba la piel. De ella formaban parte también los «creyentes nominales», aquellas gentes que participaban en mayor o menor medida de los ceremoniales religiosos pero que se comportaban en la vida cotidiana como cualquier increyente.

Y entre los no tan impermeables pero liberados al fin, había los rebeldes, quienes haciendo gala de honestidad plantaban cara a esa religión que consideraban esclavizante. Para ellos, ya desde tiempos muy remotos, la institución eclesiástica previó toda clase de castigos, físicos y mentales. Desde el hierro y la hoguera hasta los sentimientos de culpa y el temor al infierno. No era de extrañar que a partir de que la razón los liberase se convirtiesen en redomados perseguidores de todo lo que tuviese algo que ver con esa religión esclavizante, o si más no con la Iglesia autoritaria y torturadora que la predicaba.

No alcanzaba pues a ver qué utilidad humana tenía todo aquel aparato religioso de su entorno. ¿En qué beneficiaba al mundo actual que las gentes se agrupasen según sus creencias religiosas? ¿Acaso ese agruparse no era separarse de los demás? Creyentes y no creyentes. Buenos y malos. Nosotros los buenos y ellos los malos. ¿No se ha basado precisamente en eso el sempiterno tema de los «ejes del mal»? No, no tenía ningún sentido aquel cúmulo de creencias puesto que no estaba al servicio de las personas y de los pueblos sino que los ponía a su servicio.

Hizo un alto en su cavilar porque, como respondiendo a todas aquellas preguntas que en su interior se formulaba, empezaron a desfilar por su mente las imágenes de las personas conocidas que aun llevando una vida religiosa según la tradición católica eran merecedoras de su mayor consideración. Pero por más que hubiese almas verdaderamente bondadosas entre las gentes creyentes, bellísimas personas que habían sabido ver en esa religión que les inculcaron la Luz necesaria para seguir su camino hacia un verdadero crecimiento humano, eso no justificaba la religión. Porque ¿acaso no había también bellísimas personas entre quienes profesaban otras creencias religiosas, y aun entre increyentes, agnósticos y ateos?

No eran pues las opciones personales lo que él cuestionaba, sino todo aquel corpus doctrinal que servía más para dividir a las gentes que para unirlas. Ese conjunto de creencias que hacían decir a sus compañeros de clase «... lo que ocurre es que a ti te falta Fe». ¡Que seguridad mostraban quienes le acusaban! Y aun quienes le perdonaban la vida. ¡Qué pletóricos debían de sentirse recitando su Credo!

No. Tenía muy claro que lo que él buscaba no era pertenecer a ese grupo de gentes que se consideraban elegidas por Dios. Eso no podía ser más que o un acto de vanidad, o bien una búsqueda inconsciente de seguridad personal en la identidad que les proporcionaba el colectivo religioso que adoptaban. Él buscaba un colectivo humano con miras verdaderamente amplias que le ayudase a superar sus personales miserias. ¿Para qué quería sino la religión?


* * *

Pasaban los días. Sus cábalas sobre la Fe perdían interés y se iban instalando lentamente en ese olvidado rincón de la mente en el que todas las especulaciones se acaban oxidando con el tiempo. Al fin y al cabo, para él la Fe de verdad era todo aquello que no podemos dejar de creer, sea religioso o no, porque lo hemos mamado, lo hemos vivido y, queramos o no, forma parte de nuestra estructura mental, de nuestro personal modo de ser. Ese conjunto de creencias que el individuo adquiere del sistema al cual pertenece y que condiciona buena parte de su conducta. Algo cambiante, puesto que las formas de vida son cambiantes, y no sirven a las gentes de hoy los modelos de hace dos mil o cuatro mil o diez mil años, por más que la esencia del alma humana haya cambiado poco en ese tiempo. Algo que había que evaluar continuamente a la luz del pensamiento vivo de la sociedad, no de la conveniencia personal de los guardianes de lo sagrado. Nada pues que ver con todas aquellas declaraciones dogmáticas sobre la Trinidad de Dios, la divinidad de Jesús, la virginidad de María...

Para él Fe y sentido de la vida eran términos mucho más afines de lo que pudiera parecer. Y así consideraba excelente aquella Fe que nos hace verdaderamente humanos, como la Fe en el Amor, en la Bondad, en la Solidaridad, en la Misericordia..., y deplorables todas aquellas creencias que conllevan exclusión, insolidaridad y enfrentamiento de unos con otros...

Estaba convencido de que «la Fe mueve montañas» porque moviliza en un mismo sentido toda la energía de que dispone la persona, no porque las afirmaciones dogmáticas tengan la fuerza de un conjuro mágico. De ahí la necesidad de trabajar mentalmente esa Fe humanizadora que tanto puede ayudar a la convivencia desde la igualdad. Hermanos sí, pero no nosotros los mayores y los demás los pequeños, sino a la par. En fin, que no veía por qué la Fe tenía que ser un asunto exclusivamente teológico, sino más bien ético, psicológico y pedagógico. Pero en cualquier caso, la teología debería partir del conocimiento humano, no de ninguna clase de revelación.

Llegado a este punto, el disgusto que le había producido el manifiesto rechazo de sus compañeros de curso perdía importancia. Al fin y al cabo ese rasgo de intolerancia no dejaba de ser una muestra más de la realidad religiosa de su entorno, de ese cristianismo milagrero y mágico basado en creencias milenarias que encontraba por doquier.

Pero si el disgusto ya había remitido, lo que no cesaba era su necesidad de encontrar compañía para ese peregrinar constante que era su vida, una necesidad que crecía con la dificultad. Necesitaba un grupo de hombres y mujeres actuales que le ayudasen a nutrir emocionalmente su espiritualidad, a mantener viva en su corazón esa Fe excelente que todos los humanos necesitamos para sostenernos en los momentos difíciles. Y eso no era fácil de encontrar. Y menos para alguien como él, que no estaba dispuesto a «comulgar con ruedas de molino» o a permanecer silencioso en un rincón del templo contemplando un espectáculo que le era tan ajeno como las animadas conversaciones de su mamá con sus amigas cuando era pequeño.

Su soledad espiritual le producía angustia. Cada vez se sentía más lejos del mundo religioso de su entorno. Después de esa intensa búsqueda de los últimos años, el desaliento iba en franco aumento. Su modo de pensar era profano, pero su vida interior necesitaba un soporte emocional que por alguna razón sospechaba que podía hallar en un entorno religioso evolucionado, el cual, por más que buscaba con tesón, no encontraba en parte alguna. Tal vez hubiese podido hacerse budista, o practicar zen, o hacer yoga, pero todo ello le era demasiado ajeno porque él pertenecía a una cultura cristiana, y tenía muy claro que era dentro del cristianismo donde debía hacer su camino. Pero cuidado, de un cristianismo propio del siglo XXI, no medieval. ¿Dónde hallarlo?



* Cábalas de un agnóstico - Capítulo II
Escrito para TAMBO, foro de diálogo de KOINONIA
el año 2005, allá por el mes de octubre.